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La legalización de la sierra de Guadarrama

La legalización del Partido Comunista Español, decretada sorpresivamente el Sábado Santo, equivale al reconocimiento puro y simple de una realidad, de una situación de hecho: la existencia de varias decenas de miles de comunistas, organizados en nuestro país, activos desde hace muchos años y articulados en un partido de gran engranaje político. Es posible que el PC español sea hoy, entre las formaciones indígenas la mejor dotada de disciplina interna y apoyo exterior. Ignorar la existencia de este ente político, prohibiendo su existencia legal, equivaldría a ignorar la existencia del Guadarrama, del Duero o del desfiladero de Pancorbo al trazar la autopista Madrid-Irún. El Gobierno se ha limitado a reconocer que existe ese visible y poderoso accidente en la orografía política nacional, lo que carece de mérito excepcional, y no pasa de ser una prueba de sentido común. Reconforta descubrir, es verdad, que el Gobierno no carece de sentido común.

La legalización del PC sirve también para reconsiderar hasta qué extremo ha vivido nuestro país en una especie de paranoia durante cuarenta años, Porque la España oficial franquista presentó —dicho sea con toda consideración— síntomas de desorden mental y muy precisamente paranoico. El hecho de que esa conducta demente favoreciera los intereses personales del general Franco no evita la diagnosis de aquella España oficial.

La derecha franquista que ha sobrevivido organizada — ¿por cuánto tiempo?— a su fundador reviste un carácter suplementario, de etiología neurótica, en su comportamiento: la simulación de un problema con datos irreales, el miedo a lo que se desconoce, y, sobre todo, la invención de un mundo que no existe. Negar la realidad de una persona o cosa que exista es una reacción típicamente neurótica. Y mantener en la ilegalidad al comunismo era tanto como empeñarse en negar su existencia. Por eso, lo que de muestra el Gobierno actual es un grado de equilibrio mental y salud síquica ligeramente superior al de la derecha franquista.

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Hasta ahora, y tras la desaparición de Franco —que habla prohibido a los españoles incluso hablar del asunto— la derecha franquista inventó un procedimiento para mantener en el ghetto de la ilegalidad al comunismo español: la doble acusación de totalitarismo y de dependencia exterior. Recordemos entre paréntesis que, en los países civilizados de Occidente, los partidos no autorizados son aquellos que o bien atentan a la seguridad del Estado (porque defienden su desmembración, la división del territorio nacional, la entrega de los efectivos armados al ejército vecino o extravagancias por el estilo); o bien incurren en proposiciones que pueden incluirse en el Código Penal, en tanto que constituyen figuras delictivas tipificadas en el Derecho común (por ejemplo, la legalización de los estupefacientes).

Ninguna de estas características parecía apuntarse en el PC, partido por otra parte más bien serio, disciplinado, conservador en su estilo, no muy imaginativo, rígido y nulamente aficionado a las licencias de conducta.

Pero la derecha hirsuta insistió en inventar esos dos argumentos descalificadores: el totalitarismo y la dependencia exterior. Con lo que es preciso reconocer a aquellos franquistas —y no se emplea el término peyorativamente, sino con sentida admiración— una dosis de cinismo realmente notable. Porque nadie ha aventajado aquí a la derecha franquista en afición totalitaria y gusto por la dependencia exterior. Que el señor Girón o don Raimundo Fernández Cuesta aspiren a descalificar a otro partido tachándole de totalitario sería tan chocante ver a Hitler acusando de racista a Churchill. Es conveniente no perder del todo la seriedad.

El asunto de la dependencia exterior es más sutil. Y más grave. Porque el hecho es que aquí media España oficial se ha dedicado a empujar al país a la dependencia exterior —en la investigación científica, la industria, las inversiones, las fuentes energéticas, el equipamiento militar, la alimentación, la cultura de masas— al tiempo que hacía negocios con los colonizadores. ¿Puede entonces condenarse, en nombre del régimen anterior, la dependencia exterior? En un mundo interdependiente, este es un tema opinable, aunque haya quien crea que unos países no deben ser satélites o siervos de otros, sino mantener la dignidad y una cierta independencia. Así y todo, y con todos los respetos, ¿quién tiene en su hoja de servicios más vinculaciones exteriores, el señor Carrillo o, pongamos por ejemplo, el señor Osorio García, hoy vicepresidente del Gobierno, pero dignísimo representante de intereses norteamericanos hasta ayer mismo?

En la clamorosa presentación de Alianza Popular, el señor Silva fustigó a los oyentes con los nombres de Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria... «pétalos de la rosa europea arrojadas al oso oriental», como otro de nuestros profesionales de la poesía en prosa bordaría en horrenda imagen. «Yo creeré en el eurocomunismo cuando haya elecciones libres en Estonia, Letonia, Lituanía... » vino a decir el tonante presidente de la Campsa. Idéntico argumento utilizó, con tonos jupiterinos, el señor López Rodó, en su reciente intervención de Valencia: «Cuando los rusos autoricen la pluralidad de partidos, nosotros reconoceremos al comunismo.» ¿No comprenden nuestros polemistas que así adoptan los procedimientos que condenan? ¿No reconocen que la superioridad del sistema occidental consiste precisamente en autorizar la existencia del Partido Comunista que podría, una vez en el poder, prohibir a los demás partidos? ¿No comprenden que la libertad es el sistema más seguro de que el comunismo convencional no llegue al poder? Item más: ¿se ha olvidado ya que ellos, los señores López Rodó, Silva, etcétera, emplearon sistemas del más depurado estilo totalitaria cuando en el poder? ¿Olvidan que persiguieron y encarcelaron a quienes discrepaban de ellos? Afirman hoy que tienen fe en la democracia, el pluralismo, el sufragio universal y los derechos humanos. ¿De qué esperan convencer al contribuyente, tras su paso por el poder?

Ahora, finalmente, los comunistas están en el escenario nacional, no detrás del decorado ni en los sótanos del edificio. Un enorme rótulo ha aparecido anteayer en sus oficinas de la calle de Peligros. Influido y respaldado por los dos grandes partidos próximos, el francés y el italiano, el PC español hace público su propósito de llegar al poder por los cauces de la democracia parlamentaria; admite un sistema de pluralidad de partidos; rompe con el antiguo monolitismo de los PC europeos, dirigidos antes por el soviético; crítica abiertamente (desde el proceso a Sinyavsky y Daniel, en 1966, y la invasión de Checoslovaquia, en 1968) la política imperialista y represiva de la URSS. En similar línea a la de los señores Berlinguer y Marchais, el señor Carrillo sostiene que el socialismo debe conducir a formas superiores de democracia y libertad; debe garantizar los derechos de expresión, publicación, reunión, asociación, manifestación y libre movimiento. Mantiene la necesidad de control estatal de los principales medios de producción —sin lo cual el socialismo pasaría a ser mera literatura—, pero propone un nuevo cometido específico para la pequeña y mediana empresa y para la propiedad agraria (ver declaración conjunta de noviembre de 1975). Por último, los partidos francés, italiano y español han reafirmado su independencia de la Unión Soviética, reiterando las críticas a la política interna de Brejnev y expresando su apoyo a la construcción de la Comunidad Europea.

Contra lo que pueda parecer, el comunismo atraviesa hoy las mayores dificultades de su historia, tanto de imagen exterior como de cohesión interior. El comunismo soviético, que es el que funciona, no ofrece demasiadas cosas interesantes al mundo occidental. Tecnológica y económicamente, el Este depende del Oeste cada vez más. Moscú no ha puesto un solo hombre en la luna, produce menos cultura, menos libertad y menos mantequilla que el mundo neocapitalista, persigue a los disidentes, no puede prescindir de la represión interior y, para colmo, no logra producir amenazas militares considerables para Estados Unidos. Occidente ha liberado al proletariado en mayor medida que los países del Pacto de Varsovia, y promete la liberación para dentro de varias generaciones. Esta es la realidad. Con lo que los comunismos occidentales se ven obligados, o bien a depender del soviético —y a jugar el deslucido papel de satélite—, o a inventar un comunismo nuevo, deshuesado, vacío de toda rigidez disciplinaria, esto es, un comunismo no comunista, reducido, como alguien dijo malévolamente, a una especie de nueva socialdemocracia marxiana y reivindicativa. Total, cero.

Con todo lo cual, podríamos encontrarnos con una sorpresa. Cuando en España pensamos que el comunismo, recién legalizado, puede convertirse en una formidable máquina al asalto del poder, no resulta imposible que nuestro PC, entre tantas contradicciones y crisis de identidad, se vacíe de su antiguo sentido y adopte un giro insospechado.

Ese proceso no dejaría de reflejarse en las urnas. Si el comunismo español obtiene un primer score inferior al 10%, mala señal para la nueva organización legal. El mito del PC —creado por Franco, y por sus profesionales de la persecución— estaría a punto de transformar su propia naturaleza. Y se cumpliría quizá el vaticinio de aquel viejo y larguísimo político: «El comunismo es una cosa del siglo XIX, una fuente agotada, una estrella apagada que todavía nos manda su luz.» Todo podría ser.

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