Más sinceridad
UN AÑO MAS entramos en una Semana Santa de dolor oficial. Ministerios como los de Gobernación e Información y Turismo se ocupan -ya sólo por mera rutina, esa es la verdad- de velar administrativamente por que los españoles se recojan y mediten en la Pasión de Cristo. Así, se cierran locales de diversión en las fechas más señaladas de esta semana, se rebaja la tonalidad de los espectáculos cinematográficos y teatrales y la radiotelevisión estatal (arrastrando obligatoriamente consigo a la radiodifusión privada) depara a los españoles la mejor programación del año: música sacra o simplemente culta y telefilmaciones especiales -a menudo excelentes- sobre la temática del cristianismo o los avatares del catolicismo.Para no pocos es, a la vez, una política que entraña una satisfacción; la plasmación de un error tercamente mantenido y una absolescencia de las que pueblan nuestra vida pública.
Es una satisfacción, dados los escasos niveles culturales de las programaciones de la radiotelevisión oficial y la zafiedad de la mayoría de los espectáculos de diversión que se ofrecen habitualmente en este país; es un error por la mezcolanza que implica el sumar legítimos sentimientos religiosos con otros sumandos menos trascendentes pero igualmente legítimos: la aspiración al relajamiento de una mayoría de población católica por bautismo o capaz por sus usos y costumbres de aspirar a unas vacaciones de Semana Santa menos austeras.
Tamaña sobriedad oficial -y sobriedad impuesta- es una obsolescencia por lo evidente de la necesidad política y social, beneficiosa para la Iglesia y el Estado, de la separación de ambos poderes. La casuística que nos depara la política estatal de espectáculos sobre Semana Santa es, por supuesto, baladí; es un tema menor, pero representa muy gráficamente un entendimiento de lo religioso, envejecido y tutelar. No resulta excesivo estimar que los católicos genuinamente militantes se sientan ofendidos por una protección que les rebaja y que los acatólicos no dejarán de tener por presión indirecta sobre sus conciencias.
Conviene dejar por sentado que por supuesto es este tema ancilar en los severos problemas de las relaciones entre la Iglesia y el Estado y su beneficiosa separación. Pero la cuestión se significa siempre en estas fechas, al menos a nivel popular, y adquiere algunos tintes de anual hipocresía. Doblez que conviene resaltar por cuanto los mejor dotados económicamente escapan hacia las costas permisivas por mor del negocio turístico nacional e internacional, mientras los menestrales sufren en sus ciudades de residencia los rigores de una religiosidad mal entendida por el Estado y mal consentida por la Iglesia.
Por supuesto que son otros los problemas de fondo que acarrea la vieja relación Iglesia-Estado. Ahí están los temas del divorcio, la contracepción, el aborto, el entendimiento real del rol familiar, la responsabilidad del Estado frente a la educación, la dotación del clero, la relación interna de los católicos con otras confesiones y otros etcéteras que están en el ánimo de todos. Son asuntos, todos ellos, que encontrarán solución, y, acaso, al tiempo de la jerarquía católica que de la jerarquía política.
Pero por el bien del Estado y de la Iglesia convendría no confundir ambos intereses. Y menos aún, empecinarnos en defender oficialmente un recogimiento popular que no es precisamente unánime y que conculca intereses económicos o simplemente lúdicos. Demos al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Que quien quiera santificar la Pasión la honre, y dejemos vivir su vida a los ciudadanos que sólo tienen la Semana Santa por pretexto para unos simples días de descanso y diversión. El día de mañana será un Estado laico quien reintegrará a la laboralidad ciertas fechas de la Semana Santa. Será entonces cuando los católicos serán más católicos y los laicos o no practicantes más consecuentes. Y todos, en suma, más sinceros.
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