Se habla mucho del idioma.../y 2
Visto el problema desde la calle, con una mirada poco exigente desde el punto de vista filológico, resalta en seguida un carácter muy típico de estas luchas por el prestigio, por la permanencia de una lengua en el lugar que parece querer arrebatarle otra: nace el prejuicio lamentoso de creer que una lengua sea inferior a otra. En este sentido, los franceses, orgullosos de su lengua (y reconozcámoslo, no sin razones) no han querido o no quieren reconocer que en toda lengua se pueden presentar lagunas, vacíos para actividades humanas (recordemos la escasa tradición técnica del español, y creo que a nadie con la cabeza sobre los hombros se le ocurrirá pensar que es inferior por eso la lengua de La Celestina, del Lazarillo o de Ortega, por citar un poco a salto de mata), actividades que no han figurado entre las preocupaciones o quehaceres de sus hablantes. Y, naturalmente, la lengua se ve obligada a tomar prestado de otra lo que necesita conocer, amar o convivir. Y no es que sea la lengua extraña la más poderosa, sino, simplemente, la que, en ese momento de la convivencia histórica, posee una mayor creatividad en determinados campos. Tácitamente, se reconoce su superioridad en ese instante y en esa cuestión, lo que no puede considerarse, ni mucho menos, una situación de oprobioso vasallaje. Lo importante sería embarcarse en el torbellino de los hallazgos y añadirle notas nuevas en la lengua propia, y dejarse de hablar, de una vez y para siempre, de imperialismo, como se suele hacer en, determinados lugares.Los hispanohablantes han reaccionado ante la avalancha de anglicismos, poniendo en marcha, ya lo recordamos antes, sus comisiones de vocabulario técnico, es decir, han interpretado el hecho como un suceso asépticamente lingüístico. Quizá ha sido una prueba más de la hondura de sus calidades innatas, las del español, lengua que, desde la vertiente de lo técnico, no ha sido víctima de preocupaciones excesivas. ¿Que hay muchos anglicanismos raros, deformantes? Vamos a sentarnos ante una mesa, discutir, sopesarlo, estudiar nuestra tradición y ver qué hacemos luego con esa mercancía. En la mayor parte de los casos no habrá voz patrimonial Con que sustituir la nueva, pero los académicos s e sentirán muy satisfechos de haber hecho tantas y cuántas exploraciones por una lengua espléndida, y acabarán reconociendo lo nuevo, sometiéndolo pacientemente a su fonética, a su sintaxis, a sus peculiares rasgos. No otra cosa pasó con la enorme entrada de galicismos por el camino de las peregrinaciones a Santiago, en la Edad Media, o con los numerosos del siglo XVIII. Una soterrada ley los acomoda y hermana con lo nativo. y pasado algún tiempo, tan de casa como el que más. En Francia, en cambio, ha sido muy diferente la actitud. Ha sido el Estado todopoderoso quien ha decidido que su lengua está en condiciones de bautizar perfectamente lo que llega de fuera, y por medio de leyes especiales, recuerda a sus súbditos el empleo de determinadas palabras y se escalofría ante el uso indiscriminado de las foráneas. Una lengua como. la francesa, hecha de arriba a abajo, con el visto bueno de gramáticos y palaciegos, ha dado un paso más en esa trayectoria y ha dictaminado, desde las más altas instancias de la nación, cuál ha de ser la reacción ante el extranjerismo que se cuela por casa en forma de palabra inglesa. Unas comisiones de terminología tienen la obligación de destacar cuáles son las zonas blancas del francés, y de decir cuáles han de ser las palabras patrimoniales que se hayan de emplear ante las realidades nuevas: Sí crédit-bail, no leasing; sí noyau, no hardcore; sí minimarge, no discount house; sí redevance, no royalty; etcétera. Para la normal ciencia lingüística del francés medio, educado en el amor a su lengua, la medida se acata sin vacilaciones. Para espectadores ajenos, se trata de un rasgo de imperialismo. La lengua que ha cesado de ser la directora (como lo fue en la diplomacia, en la política, en tantas y tantas manifestaciones de la vida artística e intelectual) no quiere considerarse inferior en provincia alguna del habla. Pero lo cierto es que coloquios, reuniones, disposiciones del mayor rango, cuidan oficialmente de la lengua francesa, para protegerla del anglicanismo imperante.
¿Sería concebible entre nosotros una estrategia así? Mucho me temo que no. Una medida de este alcance revela un temor ante lo que se avecina y un resto de soberbia lícita. Existe, además, una línea fronteriza confusa, donde los límites de la soberanía, de la conciencia nacional se entremezclan apasionadamente con los de una cultura. Y es un hecho fuera de toda discusión, que en las sociedades modernas, las colectividades invadidas por una cultura diferente, por una economía ajena, incluso por algo tan aparentemente inofensivo como unas modas pasajeras (en el comer, en el vestir, en el divertirse o en las maneras de henchir el ocio) tienen que ser también agredidas, en su conciencia língüística. Entre nosotros, parece que una de las cosas más vigentes es el desconocimiento de la propia lengua. Y eso que se nos plantean problemas de extraordinaria dimensión y de enorme trascendencia, debido al gigantesco espacio geográfico donde el español se asienta, y a la diversidad de situaciones conflictivas, que por esa misma razón, nos asaltan. Todo esfuerzo que se haga por mantener la unidad de la lengua debe ser fervorosamente acogido y ayudado. (Habría que prescindir de actitudes líricas, puristas o tradicionalistas). Una postura como la francesa sería en el mundo hispánico una medida dictatorial, calificada con adjetivos denigrantes. No podemos aspirar más que a una política de colaboración y entendimiento, tendente a unificar las soluciones ante los problemas múltiples. Y a fomentar en los hispanohablantes, dirigentes y dirigidos, la conciencia de su habla como valioso vehículo de una cultura, que no es sólo manifestación de dominio, económico o político, sino algo más profundo y duradero. No son leyes especiales, con su trompetería de preámbulos, promulgaciones, articulado, sanciones, etcétera, las que armonizan la conciencia defensiva de un hablante, sino simplemente, la superioridad interior del mensaje, superioridad que se conquista minuto a minuto, con el trabajo consciente y la apasionada actitud ante el idioma. Pasión y serenidad sabias, no asociadas a circunstancia alguna. Una lengua que se añade voluntariamente a una circunstancia humana, política o económica, se está encadenando a algo caduco, perecedero, transitorio. Puede fácilmente encontrarse un día vacía, sin saber a dónde mirar, cubierta y recubierta de fórmulas muertas. Y tampoco se debe mirar con hostilidad lo que traiga lo nuevo, sino procurar adaptarlo a lo tradicional. Un renacimiento es, siempre, una fecundación de lo nacional y autóctono por lo extranjero.
Por ahora, la amenaza no es tan grave desde fuera como desde dentro. Domina una total falta de gravedad ante el idioma. No voy a hacer un catálogo de disparates o chocarrerías, que no haría más que hacerme pasar por algo diametralmente opuesto a lo que verdaderamente soy: un fervoroso partidario de la sana evolución lingüística. Pero... es fundamental crear la conciencia colectiva de que hablamos con muchísimos más, que no es nuestro horizonte un aldeano y cabañero charloteo, y que nuestro descuido Puede llevarnos a serias escisiones en la gran comunidad hispanoparlante. ¿Leyes, sanciones, exigencias oficiales? Hace escasas horas, la publicación oficial del Estado, recoge algo que, por el lugar de su aparición, no debería ser una alegre fiestecilla pasajera. Allí se habla reiteradamente de singles, de longplays, de cassettes... Ni siquiera se les ha ocurrido traducirlas, o plantearse el problema, o comprobar si alguna estaba ya adaptada, hispanizada (ocurre con casete, que se hermanó con carrete, volquete, etcétera). Estaba publicada su oficialidad. ¿Sanciones? En Francia, como todo en su lengua, la sanción vendría de arriba a abajo. Aquí, como todo en nuestra historia, de abajo a arriba. ¿No sería excesivamente subversiva la sanción, o por lo menos, el procedimiento? Es urgente, actuar contra esta dejadez casi delictiva, campo abonado para cualquier tipo de infiltraciones anómalas. Nada de medidas puristas o coercitivas, sino clara conciencia de una actitud plástica, de intercambio de mutuos valores y mutuos respetos, en la que debe sobrenadar la necesidad de mantener la lengua española en trance de creatividad constante, lo que será la mejor prueba de su buena salud. Sin necesidad de calcar las aguerridas (y tan nobles) medidas francesas, algo podríamos aprender de ellas. digo yo...
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