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Moraleja para demócratas

El señor Schmidt vive estos días de sobresalto en sobresalto. El escandaloso espionaje al que su ministro del Interior, Maihofer, sometió al profesor Traube le obligó a una intervención epistolar in extremis para calmar al indignado científico, que con razón le exigió al Estado la rehabilitación de su nombre. Maihofer, por «consejo» de Schmidt, tuvo que acudir al Bundestag y entonar su mea culpa, que fue en realidad el de todo el Gobierno. Apenas unas horas más tarde reventó otro forúnculo, esta vez el de la escucha de las conversaciones que el grupo Baader-Meinhof -o lo que resta del grupo- mantuvo con sus abogados defensores en la cárcel de Stuttgart, de las que el curioso y reincidente Maihofer quiso tener noticias detalladas, al estilo Watergate. Este asunto es la gota de agua que viene a rebalsar una larga -y sucia- historia de detenciones, muertes misteriosas, discriminaciones ideológicas y legislaciones de cuño maccartysta, que con la intención -o el pretexto- de impedir violaciones de la democracia alemana, sólo han contribuido a embarazarla de mala manera.Para Schmidt, el problema es doblemente delicado. Maihofer constituye, junto con Genscher y el presidente Scheel, la espina dorsal del Partido Liberal (FDP), cuyo respaldo le es imprescindible a la socialdemocracia para seguir gobernando. Antes de las elecciones del 2 de octubre, e incluso después, los liberales alemanes no ocultaron sus deseos de romper con Schmidt, es decir, con la ley de cogestión obrera y el aumente, de las pensiones, que no encajan en absoluto con la estricta ortodoxia liberal en materia de presupuesto y de libertad de empresa y de mercado. En ese momento, el exacerbado nacionalismo del Señor Strauss dificultó bastante el acercamiento del FDP a la Democracia Cristiana del señor Kohl; Sin embargo, fue precisamente el señor Maihofer, líder del ala izquierda liberal, quien impidió que el romance se consumara. Schmidt pudo seguir así en la cancillería. Pero, este señor Maihofer no tiene remedio: resulta que mientras Strauss, y hasta Kohl, le parecían demasiado fascistas, él no hacia más que colocar micrófonos, sobre los que Schmidt está ahora a punto de resbalar. Tras este escándalo, y el lógico distanciamiento que ha de sobrevenir entre el FDP y el SDP, la caída del canciller puede ser sólo cuestión de tiempo, y acaso de poco tiempo. Por algo, anteayer, el señor Genscher tuvo que abandonar precipitadamente Madrid. Por primeta vez, la crisis se ha planteado sin tapujos.

Pero aunque el despechado Maihofer -y Genscher, y Scheel- decidan que es mejor tragarse el micrófono que convertirse en los segundos de Kohl, o de Strauss, a Schmidt le quedará aún por tranquilizar a los sindicatos y a los «jusos». Los primeros no quieren, claro está, que la socialdemocracia pierda el poder, pero sí quieren perder de vista, y cuanto antes, a los liberales. En enero y en febrero, los dirigentes de la DGB acusaron abiertamente a Schmidt, a propósito del problema de las pensiones, de no ser más que un ejecutor de las órdenes restrictivas del FDP. En cuanto a los segundos, su opinión sobre los liberales es casi irreproducible. Por si fuera poco, en el congreso anual que los «jusos» están haciendo en Hamburgo, el sector marxista, e incluso los «revisionistas» y «antirrevisionistas», que han sufrido en carne propia las delicias de Maihofer, encuentran en este affaire una buena brecha para volver a replantear su deseo de apartarse de la socialdemocracia, en tanto Heidi la roja, protegida de Brandt, parece dispuesta a dejar la dirección «jusa», desde la que hasta ahora ha impedido esa ruptura. ¿Podrá Scmidt desollar tantos rabos al mismo tiempo?

En todo caso, vale la pena reflexionar sobre sus tribulaciones. Porque esto es lo que les ocurre a los demócratas cuando piensan que a la democracia se la protege menos con democracia que con la porra de la policía.

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