Yo también soy demócrata
Ahora resulta que, sin saberlo, durante los largos años que quedaron atrás, hemos estado gobernados por personas que representaban un verdadero pluralismo político, ya que entre ellos existían, naturalmente, hombres de derecha, falangistas más o menos auténticos, liberales, democristianos y hasta socialdemócratas... No me extrañaría nada que al final se descubriese que alguno de los ex ministros del antiguo régimen era incluso marxista de corazón. Ello facilita, naturalmente, las cosas, y nadie tiene razón fundada para inquietarse, puesto que asistiremos a un nuevo milagro español: un cambio sin cambio, una ruptura en la que nada quede roto.Lo que tal vez constituya motivo de grave preocupación sea que otros partidos, en cuya historia internacional aparecen hechos y realizaciones nada conformes con la democracia -Stalin cometió casi tantos asesinatos como Adolfo Hitler- se nos presenten ahora como adalides de esa democracia. ¿Habremos de creer en su sinceridad o se tratará de una mera «táctica» que sólo puede engañar, según he leído, a los que somos tontos? Menos mal que no existe, en cambio, motivo alguno para dudar del entusiasmo democrático de quienes, sin duda en contra de su voluntad, fueron ministros de la Gobernación, de Información y Turismo o de otras cosas, con grave sacrificio de sus honestas intenciones, aunque sevieran obligados-algunas veces a aplicar leyes que no les resultaban del todo simpáticas.
En esta España en que vivimos se da una extraña paradoja: esos albores, aún borrosos, de democracia que se adivinan en el horizonte se han producido, precisamente, no por una conversión espontánea de quienes gobernaron y siguen gobernando nuestros destinos, sino por la acción continuada de esos mismos partidos de cuya sinceridad ahora se duda. Los años de cárcel, las torturas y, muchas veces, la muerte de algunos de sus hombres, su vida difícil, aceptada a lo largo de tantos años de clandestinidad constituyen la fuerza que, desde una oposición insobornable, ha presionado hasta forzar la sucesiva concesión de algunas libertades, la mejora de las condiciones de trabajo, la seguridad social, la elevación de jornales, que es indudable que sin esa militancia nunca hubieran sido voluntaria y gustosamente otorgadas.
Por lo visto, pedían la libertad por simples razones tácticas, mientras los otros, según ahora hemos visto, por táctica también, no por ideología, nos la negaban. Yo soy un hombre de buena fe y creo en la sinceridad de todo el mundo, en tanto no se me demuestre lo contrario; es más, pienso que todos tenemos derecho a cometer errores y que reconocerlos no es un acto vituperable, sino una conducta noble. ¡Felices y dignos de envidia los hombres de la extrema derecha que, como no se han equivocado nunca, nunca han tenido que arrepentirse!
Pero el planteamiento rebasa los límites de la pura moral y ha de centrarse en un plano estrictamente político. La realidad social impone en cada momento particulares exigencias, es la Sociedad la que presiona, la que suscita cada día nuevos problemas, y el político, naturalmente, el que debe dar respuestas válidas que pueden serlo para un solo tiempo y un solo lugar. Pienso que no existen programas totalitarios en el occidente de Europa porque la conciencia política actual los rechazaría, después de pasadas y presentes dolorosas experiencias. Cualquier partido que aspira al Poder, sea cual sea su color, pretende ser más o menos totalitario, pero sólo logrará serlo en la medida en que la sociedad a que dirige su mensaje le permita que lo sea. No son los partidos, sino la sociedad, la que ha cambiado, por lo que la única garantía de sinceridad nos la debe ofrecer esa sociedad, no los partidos políticos.
No es, por tanto, un problema de sinceridad moral, sino un problema de coherencia política lo que se nos plantea. Se me dirá que esto espuro pragmatismo, pero, ¿qué otra cosa es, la política? Lo que habrá que considerar únicamente desde un punto de vista moral serán los fines que persigue cada grupo: que éstos sean o no utópicos es cuestión distinta; pero no debemos olvidar que siempre es necesario que haya utopías, para que el mundo progrese hacia fórmulas más justas y perfectas. Si las armas utilizadas para el logro de esos fines excluyen la violencia y el desprecio de los valores supremos de la personalidad habremos siempre de mirarlas con respeto, aunque no merezcan nuestra aprobación.
Cuando un partido se esfuerza en desenvolverse dentro de la legalidad, canalizando el movimiento de las masas que controla por vías pacíficas, no parece ni útil ni justificada su exclusión. Podrá a muchos molestar que haya comunistas, pero el hecho, nos guste o no nos guste, es que existen: ¿Qué sentido tendría, dentro de un régimen que aspira a ser democrático, forzarles a desenvolverse en la ilegalidad clandestina y volver a las catacumbas? Y ello en defensa de los derechos del hombre... Posiblemente en la mentalidad de muchos todos esos derechos se reducen a uno sólo: el de la sacrosanta propiedad.
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