Lo que está por resolver
Los acontecimientos políticos se precipitan, y el Gobierno, empeñado en una hábil política negociadora, no ha conseguido, sin embargo, que los contactos desemboquen en soluciones que satisfagan a las oposiciones, reducidas a dialogar mucho más que a negociar; y que acierten a desvanecer el ambiente de incertidumbre y desorientación en que la opinión pública se debate.La acentuada esterilidad de las conversaciones y la concurrencia de acontecimientos graves, que tal vez tengan su causa en errores anteriores, obliga a todo espectador desapasionado a preguntarse con angustia: ¿Será posible en estás circunstancias celebrar unas elecciones con un mínimo de sinceridad y pasar por la prueba de unas Cámaras que, sin llamarse específicamente constituyentes, puedan por su propia decisión considerarse como tales para acometer una reforma constitucional, que luego se verían imposibilitadas a rematar?
Formulo estos interrogantes pensando en los problemas de orden público, en la imposibilidad de que los partidos políticos se preparen seriamente para unas elecciones libres, y en las inmensas dificultades con que van a tropezar para llevar a cabo una reforma constitucional seria unas Asambleas deliberantes tales como las concebidas por la ley de reforma política aprobada por los españoles en el último referéndum.
Cada uno de estos temas merece comentario aparte.
Vivimos unos momentos en que el orden público no está, por fortuna, perturbado por actuaciones violentas. Pero, aparte de que esas circunstancias deplorables pueden en cualquier momento reproducirse con mayor o menor virulencia -el robo de dinamita en León es un dato suficientemente alarmante- es innegable que existen problemas de fondo que, por desgracia, todavía no hemos podido poner en claro. Ni las notas oficiosas de las autoridades, ni la actuación digna de toda loa de las Fuerzas de orden público, ni las averiguaciones de la prensa, ni las explicaciones más o menos confusas de los interesados, han conseguido llevar al ánimo de las gentes el convencimiento de que nos hallamos ante hechos admisibles con un mínimo de lógica.
Vivimos, en materia de orden público, varios años de incógnitas indescifradas. Desde el magnicidio cometido en la persona del señor Carrero Blanco, hasta el incalificable asesinato de unos jóvenes abogados, acribillados a balazos en su despacho profesional; desde el brutal atentado del café de la calle del Correo, hasta la reciente agresión en la Universidad de Madrid; desde los actos vandálicos de destrucción de librerías, hasta el descubrimiento de una fábrica -¿no diríamos mejor un incipiente taller de montaje?- de armas; desde la liberación de unos ilustres secuestrados que juegan al mus con sus secuestradores, hasta la intervención, al parecer, milagrosa de un comisario que no era un desconocido en las actuaciones policíacas de los tiempos de represión..., todo plantea una serie de dudas, que no son ciertamente las más adecuadas para llevar la tranquilidad a los espíritus.
Recordemos, para completar el cuadro, ciertas manifestaciones colectivas de protesta de miembros de cuerpos en que descansa la garantía del orden público; actuaciones que exigieron medidas de rigor por parte de la autoridad, así como relevos de altos cargos, suficientemente significativos.
Que existen en alguno de los órganos vitales del país unos fallos profundos de funcionamiento, es cosa que nadie se atreverá a negar. Pero, ¿cuál es la causa? ¿Cómo explicar encarcelamientos que parecen no tener fin, libertades gubernativas conseguidas en pocas horas, impunidades sistemáticas de acciones selladas por especiales características, secuestros inexplicados y liberaciones más inexplicables todavía?
¿Es admisible que fenómenos de tan extraña complejidad obedezcan a cualquier motivación superficial como podría ser un descontento pasajero por consideraciones económicas, una ráfaga de indisciplina ante el asesinato impune de un compañero, o una sacudida sentimental ante lo que se juzga una injusticia pasajera? Cuesta trabajo admitirlo.
La pérdida de memoria política es un peligro, y cuando la amnesia alcanza a acontecimientos de trascendencia indudable, las consecuencias pueden ser dolorosas.
No olvidemos que durante las más duras etapas últimas de la política dictatorial proliferaron en España los servicios informativos, dependientes no sólo de las fuerzas armadas y de los organismos de seguridad, sino incluso de Ministerios civiles. Los servicios de información son necesarios para la seguridad del Estado, y no ha habido nación, régimen o sistema que haya podido permitirse el lujo de prescindir de ellos. Pero la multiplicación, las más de las veces innecesaria, de tales servicios acarrea la confusión, las interferencias, los entrecruzamientos, las desconfianzas, la sicosis de espionitis. En tales circunstancias, lo que se pierde en eficacia suele acrecentarse en recelos, en arbitrariedades, en injusticias y, en fin de cuentas, en inseguridad.
Al lado de los servicios informativos múltiples surgen las policías paralelas, los voluntarios de la delación, los amantes del golpe de mano. La ocasión ha sido más que propicia para que en las filas de los servidores disciplinados, del Estado procurasen infiltrarse tendencias extremistas de uno o de otro signo. Y, por regla general, toda tendencia ideológica que se ve en trance de ser desalojada del poder o amenazada de perder posiciones privilegiadas, pugna con especial empeño en captar adeptos en las filas de los cuerpos regulares del orden público, a fin de conquistar una influencia malsana o asegurarse, si posible fuera, una complicidad o, al menos, una impunidad más o menos descarada.
El mal existe y sus consecuencias están a la vista. El Gobierno no lo ignora, y en la medida en que las circunstancias se lo han permitido, ha procurado ponerle remedio. La dificultad, a mi juicio, está en conocer la hondura y extensión de un mal que se ha ido gestando durante decenios. ¿Es tamos ante un inofensivo quiste que se extirpa con una intervención de cirugía menor, o nos ha llamos ante un proceso más grave que por vía de metástasis alcanza a organismos vitales del cuerpo social? ¿Hasta dónde habrá que llegar si se quieren impedir situaciones de máxima crisis?
Dado el sentido de la autoridad, que el Gobierno indudablemente tiene y que sería injusto negarle, me parece evidente que si no ha operado ya a fondo la extirpación del mal habrá sido por causas de mayor entidad que las que a primera vista pudieran apreciarse.
Pero, aun siendo así -y tal vez por ello mismo- no puede menos de surgir en el espíritu un interrogante que, a estas alturas, no se puede silenciar.
¿Se cree el Gobierno del señor Suárez, dado su origen y su legitimidad precaria, con autoridad suficiente para acometer con sus solas fuerzas un problema tan vital como éste en el preciso momento en que se va a movilizar el país para acometer una reforma desafortunada en su planteamiento y llena de incertidumbres en cuanto a su desenlace?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.