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Autonomía

Para aclarar la significación de una palabra, conviene confrontarla con su contrario. Autonomía se opone a heteronomía. El que se da sus propias leyes, el que se rige según sus propias normas, es autónomo; el que las recibe de otro, heterónomo. En asuntos histórico-sociales, más concretamente políticos, una sociedad es autónoma cuando sus leyes proceden de ella misma y no de otra. Un país independiente es el pleno ejemplo de autonomía; una colonia, administrada por la metrópoli, de heteronomía.Pero suele deslizarse una trampa cuando se habla de autonomía o heteronomía: confundir «propio» con «sólo». ¿Quién es el autós, el «uno mismo», el «propio», en una palabra, el «nosotros» que puede ser autónomo o heterónomo? La verdad es que hay una serie de «nosotros», desde el inmediato que designa una familia o una tertulia hasta el máximo «nosotros los hombres», la humanidad entera. Ninguno de estos extremos tiene sentido político; pero entre uno y otro hay muchos niveles que lo son, cada uno en su esfera.

Si a los de un pueblo les dictan sus normas los de otro, esto es heteronomía, por ejemplo) si los habitantes de Aranjuez reciben sus leyes de los de Torrelaguna o los de Sabadell dependen de los de Tarrasa; o si Palencia es regida por Logroño, o Galicia por Cataluña, o Andalucía por Castilla, o Italia por Francia, o América por Europa (o viceversa). Pero si los aragoneses juntos o todos los españoles o los europeos unidos se dan leyes y normas comunes, no hay heteronomía, sino autonomía, y la de cada grupo no sufre por no estar aislada, sino con otros. De otro modo se llegaría al cantonalismo y finalmente a la atomización, a la autonomía de cada individuo aislado. ,

Ahora bien, para que el concepto de autonomía sea verdaderamente claro y políticamente interesante hay que introducir otro sentido más preciso: la autonomía que afecta a cada nivel. Es decir, los asuntos que conciernen exclusiva o principalmente a Jerez de la Frontera o a Vizcaya o a Cataluña o a España, está bien que se planteen y resuelvan por los directamente afectados, sin intervención inmediata de todos los habitantes de la provincia de Cádiz o de todos los vascos o de todos los españoles o de todos los europeos. Puede y debe haber muchos asuntos que tengan un planteamiento autónomo, sin envolver en ellos a los que poco o nada tienen que ver con la cuestión.

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A esto suele llamarse descentralización, pero no es seguro que se trate de esto. Hay centralización o centralismo cuando el centro interviene en la periferia, y así ocurre en muchas ocasiones; pero puede suceder lo contrario; ,por ejemplo, el comercio exterior y en general la política económica han solido estar ordenadas desde la periferia. Lo decisivo es otra cosa, que importa precisar.

Cuando hay una autoridad central que actúa por sí, sin contar con los demás, hay centralismo; pero si es el todo el que decide, esto será unitarismo, pero no centralismo. Cuando no hay re presentación, hay siempre cen tralismo político, que no tiene que ser geográfico o regional. Cuando el dictador o el Comité Central del Partido deciden por sí y ante sí, eso es centralismo, sea cualquiera la estructura nominal de un país, y por muy federal que se llame. Si hay una representación eficaz, si es el país en su conjunto quien ejerce el poder, no hay centralismo. Si lo ejerce conjuntamente, habrá «unitarismo», que es otra cosa.

Pero tampoco el unitarismo a ultranza es razonable. La autonomía es aconsejable, porque no conviene que intervenga en cada decisión más que quien es necesario. Por dos razones: por economía y por evitar la manipulación. Cuando más gente resulta implicada, más costoso resulta todo. Por otra parte, los que no entienden de algo, hacen lo que les dicen o lo que quieren por razones ajenas a la cuestión. Este es uno de los grandes defectos de las Naciones Unidas. Cuando se toman por mayoría de la Asamblea General decisiones que se refieren a los asuntos del Afganistán o de Zambia, la inmensa mayoría de los delegados no tienen la menor idea de ello, y votan «por principio», según bloques, consignas o intereses (más o menos confesables).

Esta es la justificación de la autonomía: la decisión autónoma dentro de cada nivel, el recurso a la unidad superior y envolvente cuando estén implicados e interesados otros elementos. Por eso, cuando se pregunta cuánta autonomía debe tenerse, hay que contestar: toda la necesaria en cada nivel, desde el ayuntamiento hasta la nación, y nunca la que signifique tomar decisiones unilaterales sin contar con los demás.

Lo que no es autonomía es la duplicación (o multiplicación) de las estrueturas administrativas, la creación de «miniestados» que repitan las mismas formas e instituciones en cada nivel. Ante todo, Florque es un lujo insostenible, que luego nadie está dispuesto a pagar (como tantas cosas en nuestro tiempo). La burocracia, multiplicada por la «seguridad social» hipertrófica, es el cáncer que está devorando al mundo actual. Dentro de poco, lo único seguro va a ser la ruina colectiva. Hace más de veinte años -cuando las cosas eran mucho menos graves- dije que «la función de la burocracia consiste en interponerse entre cada dos actos de los demás».

La autonomía tiene que asumir -y no duplicar- funciones. Consiste en que las unidades autónomas hagan las cosas que el Estado nacional ya no tendrá que hacer (no que se hagan dos veces, acaso de manera divergente). Consiste en que paguen gastos que no habrá que pagar dos veces, en que se reúnan recursos para las necesidades propias y particulares, y ellas se destinen efectivamente.

El reverso de la autonomía es la responsabilidad. Es el reconocimiento del estado adulto para lo que es; privativo de la región o el ayuntamiento; pero el estado adulto es, naturalmente, incompatible con el llanto y con la lactancia.

Pero hay algo todavía mucho más importante y más interesante, algo en lo que tengo puestas muchas de mis esperanzas. Cuando se habla de «descentralización», no se puede entender por ello una especie de «calderilla estatal», algo así como la moneda mentida del Estado. Lo decisivo no puede ser la «división» del Estado, la mera fragmentación del aparato existente, permaneciendo dentro del «estatismo». Es conveniente que para resolver muchos asuntos catalanes, andaluces, gallegos, vascos o castellanos no haya que ira Madrid; pero no basta si lo único que se consigue es que haya que tramitar las mismas cosas ante unas oficinas regionales de la misma estructura. Lo verdaderamente descentralizador sería trasladar a la sociedad regional muchos recursos, funciones y responsabilidades que pueden corresponder a la vida privada articulada. Para los «estatistas», esto es una contradicción en los términos, porque no conciben más articulación que la estatal. Creo que hay que ir a la organización de la sociedad, a la organización social y no meramente estatal de ella.

Y como creo que la sociedad de cada nación, concretamente la de España, es regional, soy partidario de un amplio sistema de autonomías en el sentido que acabo de explicar. El Estado debe retener sólo las funciones que la sociedad como tal no puede ejercer bien o con suficiente coordinación y vigor. La nación debe reservarse sólo aquellas funciones que afectan al conjunto del país, en que no puede aceptarse ni una intervención centralista ni una exclusiva de un miembro; las demás deben transferirse a cada una de las regiones, o en su caso a las provincias, o a los ayuntamientos, y siempre a la sociedad de estas unidades, sólo en la estricta medida necesaria a su administración.

Hay que llenar España de instituciones sociales. Nacionales, por supuesto, muchas de ellas; peto también regionales y locales. Entonces, y sólo entonces, hervirá en proyectos, iniciativas, vitalidad. Entonces no me quedaré en ser «partidario» de la autonomía: tendré entusiasmo por ella.

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