Sobre la nulidad de nuestros políticos para la legislación y la jurisprudencia
El saber del jurista merecerá o no el nombre de ciencia, pero desde luego es un saber. Más desde luego aún, es un saber que nuestros políticos, los del Gobierno y los de la Oposición, no poseen, o que si poseen (y tengo motivos para creer que algunos políticos sí saben algo de Derecho) se esfuerzan exitosamente en olvidar en cuanto, empiezan a actuar como políticos. Con lo cual, si se acepta la definición positivista del Derecho como «lenguaje del poder», lo menos quede nuestro poder y de nuestros políticos puede decirse es que son tartamudos.Los motivos de esta ignorancia, deliberada o no deliberada, son bastante claros y algún día habrá que ocuparse de ellos. Por hoy vamos a limitarnos a sus formas de manifestarse y a sus consecuencias.
El PSOE de verdad, el de Felipe González, y con él el resto de la Oposición, se rasga ahora las vestiduras y se llama a engaño porque el Gobierno ha legalizado al otro PSOE, llamado también histórico por la razón obvia de ser de más reciente creación. La cosa, sin embargo, se veía venir desde la promulgación del reciente decreto-ley sobre Asociaciones Políticas, cuya técnica lleva la marca de fábrica de nuestro actual Gobierno, como se veía venir la remisión al Tribunal Supremo de las solicitudes de inscripción de otros partidos. Para evitar futuras sorpresas a nuestros políticos (incluso a los del Gobierno) tal vez valga la pena, pienso, analizar un, poco esa técnica cuya aplicación más reciente es la ya aludida ley de Asociaciones Políticas, pero cuyo descubrimiento y primera aparición en escena tuvo lugar ya con la ley para la Reforma Política, tan llena de insospechados encantos.
Esa técnica, basada en una sólida ignorancia del Derecho es a la vez muy simple y muy astuta. Consiste, para decirlo en forma resumida, en buscar la solución de las dificultades por el simple procedimiento de ignorarlas y en liberar al poder de toda traba mediante la creación de un conjunto de normas contradictorias y de dudosa validez que, anulándose recíprocamente, le permitan hacer en cada caso lo que mejor, le venga en gana. De manera más resumida aún cabría decir que la técnica jurídica de nuestros gobernantes consiste en la creación del no-derecho, invento glorioso ya ensayado antes en alguna ocasión, pero que sólo el Gobierno actual, sobre cuya fuente de inspiración arrojan alguna luz esos ensayos, ha desarrollado de manera sistemática y concienzuda.
Aunque no renuncio al propósito. de ver cómo se proyecta dicha técdÍca en la ley de Reforma, de la que depende nuestro futuro, el tema «caliente » es hoy el de la ley de Partidos.
Naturalmente, el primer defecto notable de esta ley es el de su propia existencia. En los países democráticos, en general, no hay «leyes de partidos», cuya creación y funcionamiento está regulado por las mismas normas a que han de sujetarse todas las demás asociaciones, pero cuando las hay (por ejemplo, en el caso de la República Federal alemana), de lo que esas leyes se ocupan es de asegurar la democracia interna de los partidos o de dar publicidad al origen de sus recursos, pero no, en modo alguno, ,de poner condiciones especiales para su creacion y feconocimiento. La ignorancia, deliberada o no, de este dato elemental nos proporcionó la hermosa ley de Partidos aprobada en junio del pasado año a la que no parece incorrecto llamar ley Fraga y que la Oposición, torpemente, rechazó, no por el mero hecho de existir, sino porque instauraba la «ventanilla».
Esto de la «ventanilla» es lo que en lenguaje jurídico suele llamarse a un régimen de autorización previa o preventivo que es, según la opi nión unánime de los juristas, incompatible con la existencia de libertad, pues, naturalmente, nadie tiene libertad de hacer nada si para hacerlo ha de pedir antes permiso. La incompatibilidad entre régimen preventivo y libertad no significa, sin embargo, que el ejercicio de los derechos no pueda y deba ser regulado de algún modo para evitar las perturbaciones que pudie ra producir para todos y, en primer lugar, para los propios interesados en ejercerlos. Una cosa es, no hacer depender el derecho a reunirse o a asociarse de la autorización del poder y otra bien distinta no exigir que para reunirse en lugares públicos o manifestarse se haya de avisar con alguna antelación a las autoridades, o para asociarse haya que buscar denominaciones o siglas que no coincidan con las de otras aso ciaciones ya existentes. La astucia, bastante elemental, del Gobierno Arias-Fraga fue la de mezclar en una misma ley esa regulación indispensabe con un mecanismo inadmisible de autorización previa. La torpeza absolutamente elemental de la Oposición estuvo en rechazar la ley como si en. ella no hubiese más que la «ventanilla», sin proponer nada a cambio.
Y en esta situación aparece, armado con su arma definitiva, blandiendo el no-derecho, nuestro juvenil Gobierno. En lugar de plantearse, como Fraga, (que en el fondo es un atroz ingenuo que piensa que cuando los problemas existen hay que, planteárselos), el problema de la conciliación entre libertad y autoridad, para resolverlo (a diferencia de Fraga, que siempre se escora lamentablemente del lado de la autoridad) sin trampa ni cartón, se limita a ignorarlo, tomándole la palabra a la Oposición. Se carga la ley Fraga (por supuesto, mediante una fórmula equívoca que, en caso necesario, permita discutir interminablemente sobre el alcance concreto de la derogación) de manera que, por ejemplo, todos los españoles (menos los hedillistas) po demos crear asociaciones que se denominen Iglesia Católica (histórica) o Real Madrid Club de Fútbol (renovado) sin más que tomarnos el trabajo de hacer un acta notarial y presentarla al Registro del Ministerio de la Gobernación, con la única condición, claro está, de que no despertemos en él la sospecha de que estamos sometidos a una disciplina internacional e intentamos la implantación de un régimen totalitario.
Y aquí está lo peor. El hecho de que hoy día sea mucho más fácil en este país obtener el reconocimiento de un partido político que de una asociación de vecinos, o de que el Gobierno haya encontrado el medio de aniquilar a los partidos administrándoles su propia medicina podría tener hasta gracia y quizá algunas consecuencias benéficas. A la larga o a la corta, los electores dirán cuáles son los partidos que de verdad existen y cuáles no, y tal vez los políticos de la Oposición hayan aprendido algo de esta lección, que a golpes se hacen los hombres. Lo grave es que, pese a todo el Gobierno, por temor quizás a su derecha, que no entiende de sutilezas, no se ha atrevido a prescindir del sistema de la autorización previa y lo ha conservado, cubriéndose para hacerlo con la autoridad de nuestro Tribunal Supremo, lo que es resueltamente inadmisible. No se trata en modo alguno, como dice la ley, de «potenciar la garantía judicial del ejercicio del derecho de asociación», sino de buscarse un «alibí» y la majestad de la justicia que el Tribunal Supremo encarna no está para esas cosas.
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