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Sobre la necesidad de que los españoles sepan quiénes les gobiernan

No voy a entrar en una de las apasionantes. y por lo general, innecesarias cábalas acerca de cuáles son los poderes «reales» que se esconden detrás de los poderes formales o aparentes. Ni ese es mi oficio, ni creo mucho en la utilidad de tale indagaciones. Quiero hacer referencia sólo a la necesidad de que los hombres que de derecho, y probablemente también de hecho, no gobiernan, nos digan qué es lo que ellos son; de que se definan políticamente de la única manera posible en la política práctica, es decir, proclamando cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos.Después del reciente decreto-ley sobre partidos pólíticos, que desde el puntco de vista de los principios es un dislate jurídico de mucha consideracíón, pero que a lo mejo sirve de algo, se tiene la impresión de que nos encontramos en uno de esos momentos que de tarde en tarde se producen en nuestra historia, en los que los defensores del orden establecido descubren que pueden conservar ese orden e incluso manterterse ellos en el poder sin necesidad de destruir físicamente, meter en la cárcel o echa del país a quienes quisieran cambiarlo. El descubrimiento no es muy nuevo y el sistema está suficintemente acreditado en otros países de Occidente, pero aquí sólo de modo esporádico se ha reacurrido a él, y generalmente, pormuy poco tiempo. Nuestra derecha. no se ha tomado nunca en serio esa tontería de que lo único que no se puede hacer con las bayonetas es sentarse sobre ellas; conoce, muy bien porque la historia se lo ha enseñado, la utilidad que las bayonetas tienen como asiento y tiende más bien a pensa en como Mao, que «el poder se encuentra en él cañón del fusil»._A Veces, sin embargo, olvida, como decía, este pensamiento consolado y humanitario, para redescubrir el procedimiento civilizado y decide convertirse en «derecha civilizada».

Par a los gobernantes, el ejercicio civilizado del poder entraña, no obstante, algunos riesgos y tiene ciertas exigencias. Puede obligar a otorgar a los descontentos más concesiones de las convenientes y hasta puede facilitarles el acceso al Gobierno. De otra parte exige más ingenio Y más, refinados instrumentos que el simple empleo de la fuerza. Obliga a aceptar la posibilidad teórica de que eso ocurra, de que el Gobierno v aya a otras manos va mantener en consecuencia, una actitud irriparcial frente a los distintos partidos que se lo disputan, sin poner al servicio de ninguno de ellos (que sería tanto como en servicio propio) los medios de que como titulares ocasionales del poder estatal, se dispone.

Esta exigencia de imparcialidad que constituye sin duda una de las fronteras más claras entre la civilización y la barbarie política, no puede impedir, claro está que el partido en el poder se beneficie de las inevitables «primas», tan finarnente analizadas por Carl Shmidt, ni le obliga a asumir la tarea de luchar contra los prejuicios sociales que pueden colocar en desventaja a unos partidos respecte de otros. En nombre de la Imparcialidad no cabría pedir, por ejemplo, que nuestro actual Gobierno echase sobre sus hombros la dura tarea de convencer a los españoles de que tan lícita sería una visita de Santiago Carrillo, al subsecretario de Defensa de la U RSS corno ha sido la reciente visita de Manuel Fraga al subsecretario de Defensa de Estados Unidos. Lo que sí cabe pedirle es que en caso de que Carrillo tuviese tan malaventurada idea, no decidiese emprender contra él una acción penal que no ha emprendido contra Fraga.

En todo momento, pero sobre todo en tina situación como la presente, en la que todo el poder está conceptirado en manos de un Gobierno que ni procede directamente de la elección popular ni tiene frente a sí una Cámara elegida que pueda controlar la acción gubernamental, elIúnico medio relativamente efitaz de asegurar esa imparcialidad es la vigilancia de la opinión pública, que para poder ejercerse necesita en primer lugar, como es obvio, saber qué es lo que tiene que vigilar. Dicho en otros términos: la única garantía posible , de la autenticidad del proceso de democratización en el que, según parece, nos encontramos, está en la opinión pública y para que ésta exista se requiere que nuestra vida pública sea efectivamente pública, sea un ámbito esotérico al que sólo unos pocos iniciados tienen acceso. Hay que conocer cuáles son las intenciones y las simpatías de las distiritas fuerzas y, sobre todo, hay que saber cuáles son las intenciones y las simpatías del Gobierno, cuál es su partido. De otra manera será imposible evitar que lo favdrezca convirtiendo en fines del Estado los designios de éste.

Entre los méritos de nuestro actual Gobierno, que sin duda los tiene, no se cuenta desgraciadamente el de haber roto la falacia del unanimismo con que durante cuarenta años se nos ha afligido, y que ahora resulta incluso más escandalosa que antes, precisamente porque se ha admitido oficialmente la realidad del pluralismo social y político del país. Si esta pluralidad social se proyecta políticamente en un sistema de partidos, el Gobier no tiene que decirnos cuál es el suyo, para que podamos saber de ciencia cierta si nos gusta o no lo que ese partido hace, y para que evitemos, en la medida de lo posible, que en las próximas elecciones. el Gobierno provisional de coalición, o de «amplio consenso», que la Oposíción ha reclamado no ha sido nunca probablemente posible. Lo que sí es posible y necesario es que sepamos cuál es el partido que nos gobierna.

Y piensen lo que piensen los eternos «enterados», ahora los españoles en cuanto tales no lo sabemos. Puede tenerse la sospecha razonable de que el partido del actual Gobierno no es el Partido Comunista, o alguno de los otros partidos más a su izquierda, e incluso cabe suponer que tampoco lo son el Equipo Demócrata Cristiano o el PSOE; pero ahí termina, o casi, la zona relativamente segura y a partir de ahí todas las hipótesis son posibles. Puede pensarse, por ejemplo, que una vez integrada en la Alianza Popular, la Unión del Pueble, Español. sería esa Alianza el partido del Gobierno del señor Suárez, antiguo y dinámico presidente de aquella unión. También es lícito pensar, sin embargo, a la luz de algunos acontecimientos recíentes, que el señor Suárez noconsidera actualmente compatible la alianza con sus propias convicciones democráticas y que, guiado por criterios seguros y objetivos, tales como los de que el grado de democratismo de un partido está en proporcion inversa del número de ex ministros que cuente entre filas, (siempre que cuente con alguno), o el de que una formación electoral, es más democrática si está dirigida por un ex subsecretario que si lo está por un ex ministro, se inclina hoy hacia el Centro Dernocrático, del que además forman parte cuatro de sus ministros. Lo malo no está en la inseguridad de cualquier especulación, sino en que haya necesidad de hacerla. Los americanos, o los franceses, o los ingleses no tienen que calentarse la cabeza tratando de averiguar cuál es el, partido (o los partidos) del Gobierno, y cuáles los de la Oposición. Toda su vida política arranca de ese conocimiento y sólo a partir de ese conocimiento podemos ¡niciar nosotros el camino hacia la democracia.

Es comprensible que la Oposicíón demande del Gobierno la disolución del aparato del Movíinienio, pero incluso con más urgencia debería demandar que el Gobierno se definiese por referencia al actual sistema de fuerzas, A falta de esa definición, ni siquiera podrá estar segura de que, cuando negocia con ella, el Gisibierno no está en realidad negociando consigo mismo.

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