Un iceberg más allá del Danubio
Súbitamente la prensa checoslovaca ha cesado en sus ataques contra los firmantes de la «Carta 77». Para algunos es un buen síntoma: los dirigentes de Praga decidieron al fin olvidarse de la disidencia y de los disidentes «para hablar de los actos creativos y los éxitos en la construcción del socialismo». Pero puede constituir también un fracaso para el socialismo autoritario vigente en el país tras la caída de Dubcek. El psicodrama montado por los políticos y los policías de Praga para aniquilar a los firmantes de la carta y enviarlos al extranjero provocó insólitas reacciones, y no sólo en Estados Un¡dos. Los tres partidos eurocomunistas (francés, italiano y español) hicieron públicas críticas al dogmatisino checo y a la política represiva del Gobierno. Este tipo de ataques son tanto más incómodos cuanto provienen de los «partidos hermanos» con los que no se concretó la escisión en la Conferencia de Berlín el verano pasado.Cambios en profundidad
La «Carta 77», la rebeldía popular en Polonia (junio 1976) y la ola represiva desencadenada en la República Democrática Alemana tras el nombramiento como jefe de Gobierno de Willi Stoph podrían interpretarse como actos aislados de descontento o de ciudadanos no integrados en las democracias socialistas. Pero podrían también constituir síntomas concretos de que algo está cambiando globalmente en el mundo socialista. Y que este cambio opera en la profundidad del sistema con ciertas complicidades en el poder y alguna coordinación unitaria supranacional. Que el Comité para la Defensa de los Obreros, de Polonia, se solidarice con los sectores socialistas críticos que actúan en la RDA y Checoslovaquia y con los intelectuales húngaros no puede ser fruto de la casualidad.
La crisis económica ha deteriorado considerablemente a las hasta ahora estables (y subdesarrolladas) estructuras productivas de los llamados «países satélites». Los soviéticos sabían lo que se jugaban cuando en 1975 decidieron revisar anualmente los precios del petróleo y de las materias primas que venden a los restantes países del COMECON. Automáticamente la productividad descendió, subieron los precios y el producto nacional bruto se estancó. Todo esto sucedía apenas cuatro o cinco años más tarde de la relativa liberalización económica y el incipiente ingreso de Checoslovaquia, Hungría, RDA y Polonia en una modesta sociedad de consumo. El parón producido repercutió inevitablemente en la vida cotidiana de todos los ciudadanos y se evocaron los negros días de la postguerra y de la construcción socialista. Sólo que en esta ocasión las generaciones maduras que habían vivido aquellas épocas estaban cansadas y los jóvenes pedían un cambio, cualquiera que fuese.
A estas mutaciones en la infraestructura económica y psicológica colectiva hay que añadir el influjo decidido de dos reuniones internacionales, a las que la prensa de los países del Este dio importancia considerable: la de Helsinki (julio-agosto 1975), y la de Berlín.
Distensión puertas afuera
En el documento aprobado en la conferencia sobre la seguridad de Helsinki se garantizaba naturalmente el ejercicio de los derechos humanos y políticos, la libertad religiosa o de convicción. Todos los países socialistas europeos (salvo, naturalmente, Albania) firmaron la declaración que fue publicada en los órganos de información del Este con todos los honores. Y que, naturalmente, fue leída por millones de personas, que creyeron ingenuamente en un cambio inmediato. Pero pronto advertirían que la distensión era sólo de puertas afuera y que Helsinki quedaba muy lejos.
Lo mismo sucedió en Berlín. A pesar de que los eurocomunistas no lograran imponer una condena estricta del centralismo soviético, en la reunión se criticó con dureza la tutela de Moscú sobre los países del bloque, y el señor Brejnev tuvo que aguantar con buena cara un chaparrón de alusiones nada amables sobre lo que su imperio representaba en el movimiento comunista internacional. El señor Brejnev, con cara de póker, asumió el zurriagazo, y desde el punto de vista de la política exterior soviética su capacidad de aguante fue un triunfo, porque el cisma se evitó. O simplemente se aplazó, porque ahora los cismáticos no se encuentran ya en Madrid o en Roma, sino en Praga o en Varsovia, lo que es incomparablemente más peligroso para la hegemonía soviética.
Todo hace creer, pues, que este movimiento, cuyos primeros síntomas estamos viviendo, se parece bastante a un iceberg. Lo que vemos es sólo una ínfima parte de lo que existe en acto o en potencia. Por eso precisamente el fin de la campaña de prensa contra los autores de la «Carta 77» no podría interpretarse como la superación de un acto individual de los disidentes, sino más bien como una retirada táctica, en espera de que la heterodoxia renazca o se repita.
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