El fin de una ficción
LOS CUATRO delegados designados por la «Comisión de los Nueve» inician esta semana las negociaciones con el Gobierno. Además del tema de la amnistía total, la exigencia de reconocimiento de todos los partidos políticos forma parte de la agenda.En ningún terreno como en el del pluralismo político es tan visible la distancia entre «lo que a nivel de calle es simplemente normal» y lo que gubernamentalmente se considera normal. Mientras la gran mayoría de los partidos de la oposición funcionan fuera de la legalidad, el Gobierno, que oficialmente parece desconocerlos, discute con ellos las condiciones para su concurrencia a las próximas elecciones.
¿Qué razones explican esa situación ficticia, tan contraria a la clarificación que la sociedad española necesita? Quizás una de las causas sea el injustificado temor del Gobierno Suárez a romper demasiado espectacularmente la continuidad entre su reforma y la situación anterior. Recordemos, en efecto, que sólo unas semanas antes del cambio de Gobierno, las Cortes aprobaron la insuficiente y desafortunada ley, sobre el Derecho de Asociación Política; y que quien defendió en nombre del Gabinete el proyecto fue, precisamente, Adolfo Suárez, entonces ministro secretario general del Movimiento (que expresaba ideas claras en un lenguaje nuevo).
En aquellas fechas, a muchos sorprendió la falta de adecuación entre el discurso del señor Suárez y la ley cuya defensa se le había encomendado.
El reconocimiento del carácter pluralista de la sociedad española; la afirmación de que el Estado no puede ignorar a las fuerzas políticas que representan a las diferentes fuerzas sociales, la adjetivación del pluralismo como necesario («un derecho consustancial a la dignidad de la persona humana»), útil y propiciador de la paz civil: todos estos argumentos desembocaron en la conclusión de que «no se puede condenar a la comunidad nacional a elegir entre enfrentamiento subterráneo y desmembración de la sociedad».
Y, sin embargo, la ley de Asociación Política no fue sino una muestra más de la cortedad de miras y las vacilaciones del primer tramo de la reforma. Si bien constituyó un paso adelante respecto al pintoresco estatuto de 1974, ese avance ni era difícil ni resultó mínimamente suficiente.
En las democracias occidentales la legislación general sobre asociaciones suele regularla creación de los partidos políticos, que no requieren una normativa específica para su legalización. Lo grave de la ley Arias es, que condicionaba a una concesión administrativa el ejercicio de un derecho subjetivo, como es la formación de grupos políticos, trastocando así por completo su función de cauce de expresión al pluralismo ideológico y de intereses de la sociedad.
La reacción de los partidos de la oposición ante la ley de Asociación Política fue lógica: negarse a pasar por el humillante trámite de la «ventanilla» y dedicar todos sus esfuerzos a desarrollar sus organizaciones. La crisis de Gobierno de julio dejó inéditos los proyectos del anterior equipo y el Gobierno Suárez, con un pragmatismo entonces acertado, pero cada día menos sostenible, permitió actuar a los partidos en un régimen de tolerancia que culminó con la celebración del congreso del PSOE en diciembre pasado.
Pero ha llegado el momento de normalizar esa situación, poco edificante para la moral ciudadana y cargada de riesgos. El Gobierno, después de la aprobación de la Reforma Política, no puede sentirse vinculado por una ley de Asociaciones que va contra los principios y el espíritu de aquélla. Si logró romper los flejes de acero que tenían «atado y bien atado» al país, bien puede ahora desanudar los débiles bramantes de la, pseudoreforma.
Seguramente hay varios procedimientos para conseguirlo: desde la suspensión por decreto-ley (como se hizo anteriormente con el artículo 35 de la ley de Relaciones Laborales) de los artículos que se refieren a la previa autorización administrativa hasta la completa derogación de una norma que la sociedad española, en su transformación, ha enviado, con el estatuto del 74, al desván de los disfraces.
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