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Tribuna:
Tribuna
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La legalización de don Juan

Todos los años, incluido este que acaba de terminar, como una especie de orden del frío, todos los años, los latidos de la vida dramática española experimentan una singular alteración que reactiva, por unos días, el poder social del teatro: es don Juan, que abre una brecha nerviosa y saludable en la corta atención de nuestra audiencia y pone a favor y en contra a damas y caballeros. corazones altivos corazones degenerados, sensibilidades maduras y sensibilidades en agraz. Este año ha habido don Juan en Televisión Española, en escenarios de Madrid y Barcelona y, supongo que en algún lugar más. El tono greneral ha sido la revisión, el ataque o la burla. Pero ahí estaba el personaje.No es ninguna novedad esta postura revisionista. De todos los fenómenos literarios -y hablo a nivel universal- ninguno tan adobado, recamado, transfigurado, interpretado como este ciudadano español, altísimo gozador de su propia vida, que Tirso de Molina, gran fraile, instaló sobre los escenarios en un gesto creador de rigurosa ampliación del orbe dramático. Desde entonces, este pertinaz amador, este insolvente social, este radical personaje, anda luchando tanto por su perennidad que sobre su clara pretensión se inclinan médicos y sociólogos críticos y penalistas, eruditos y filósofos, más o menos náufragos por el mar del personaje, más o menos perdidos por las inconcretas concavidades del talante de don Juan.

Hace ya algunos años que hay bastante ensañamiento, mucha fruición burlona en el análisis de la figura de don Juan. Y, sin embargo, si tratamos de explicarnos esa referencia teatral que don Juan provoca tan sistemáticamente, no daremos con otra motivación radical que la de una relación entre el personaje y su audiencia española, de tanta y tan innegable fuerza que es evidente que esa capa envuelve bastantes parcelas del cuerpo español y esas palabras galantes y altaneras se hunden con facilidad en la plenitud de intenciones personales de muchos de sus espectadores. «La vida disipida y, brillante de don Juan -dijo divinamente Said Armesto- su majeza vistosa, el despliegue impetuoso de sus instintos grandes y resueltos, su vivacidad de impresión y su prontitud en la acción, el recio temple de su alma, a la vez jubilosa e imperiosa, sus retos insensatos y sus frases de provocador cinismo, nos dan la visión neta y profunda de aquellos jóvenes hidalgos, cuyo ideal jurídico, dijo Ganivet, era llevar en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana»,

Una conspiración literaria

Es natural que sobre tamaña potencia humana se proyecten interpretaciones de toda índole. Los médicos Lafora, Marañón, Cuatrecases, Oliver Brachfeld -con cierta trivial antipatía han procurado despojar a don Juan de su fuerza mística y poética para reducirlo a un fenómeno biológico. Pero la perfección vital, para la moderna biología, está más allá del estudio de los comportamientos personales: está en el mecanismo que integra al ser con el medio en que funciona. La revuelta actividad de don Juan traspasa las posiciones racionalistas y continúan embistiendo perturbadoramente contra las modas y los estilos teatrales. En turbulencia peleona, encrespado en su entusiasmo vital, envuelto en nubes de alegría y victoria, don Juan ha escapado sano y salvo -hasta ahora- a las elucubraciones de sus intérpretes: la versión de Ortega -buscador de un ideal femenino-, la de Lenormand -ser contradictorio con cuerpo de varón y alma de mujer-, la de Kierkegaard -sádico frío-, enemigo de la feminidad- la de Maetzu -hombre errado y perdido ante la moral cristiana-, la de Unamuno, -un pobre diablo-, la de muchas de nuestras actuales gentes de teatro -un machista antisocial-: como un potro indomable, como un vendaval, como una increíble formulación viva del ímpetu y el coraje, don Juan se escapa a tantas sabias y pasivas interpretaciones para sostener su vibrante y esencial movilidad.

Esta casta le viene al galgo a través de una larga conspiracion literaria. Los mitos dramáticos hacen, al ser creados, ademanes que, al pronto, son difíciles de entender. Don Juan aparece ya en lo alto de su existencia en la lírica primitiva. Concretamente, en la leonesa -Pamisa diba un galán- donde se explican su propensión nativa al erotismo y su convite funeral. Partiendo de esa actitud personal pueden reconocerse fácilmente varias monedas posteriores, de don Juan. Farinelli se la buscó en Italia. Unamuno se la presumió gallega por aquello del apellido Tenorio o Tanoiro. Teófilo Braga buscó sus raíces en Portugal. Los sevillanos han tomado literalmente el humilde y contrito epitafio de don Miguel de Mañara -el peor hombre que ha, habido en el mundo- como una prueba terminante de la sevillanía de don Juan.

Mas la conspiración no afecta sólo a la partida de nacimiento, Córdoba, Maldonado, Zamora, Zorrilla, Echegaray, Grau, Unarnuno, Martínez Sierra, los Machado, los Quintero y Ridruejo, entre los españoles, y los infernales legionarios de la Commedia dell'arte, Goldoni, Moliére, Shadwell, Menoti del Picchia, Baudelaire, Byron, Pushkin, Dumas, Ronstand, Shaw, Da Ponte, Pírandello y Frisch, entre los extranjeros, han ido elaborando una interminable cadena de interpretaciones donde cada eslabón agrega al personaje precisiones e infidelidades, periferias y confirmaciones, matices de un espíritu plural y afanes de perfección. Don Juan, que según Baeza, nace en la prosa de Chrétien de Troyes, trovador en los amaneceres de la literatura francesa, va adquiriendo -y perdiendo las plumas de su engallada silueta a través de la rudeza de Goldoni, de la galante fósforescencia francesa de Moliére, del inventario de orgías inglesas de Shadwell, del flamante marionetismo germánico, de las breves líneas funerales de baudelaire, de las burlas sociales de Byron y de Shaw, de las quemaduras piradelianas, de las matemáticas de Frisch, de los sencillos y profundos afanes de Mozart. Los españoles guardan silencio desde Tirso a Zorrilla. Don Juan, es cierto, recibe algún que otro rasponazo que el héroe no se toma la molestia de evitar. Después de Zorrilla, que liberta, con el increible poderío del verso romántico, el alma de don Juan, purificándola de gangas y gravámenes extranjeros, vuelven al tema muchos españoles, borrachos de esa altísima luz teatral: Jacinto Grau, en Don Juan de Carillana y El burlador que no se burla, textos intelectualmente densos y poéticamente romos: Echegaray en El hijo de don Juan, que inyecta nordicidad ibseniana en un pobre y perdido personaje: Unamuno, que en El hermano Juan ordena un comentario del personaje que lo descompone sin mostrarlo ni atinar con su pureza y simplicidad: Don Juan de Mañara, Don Juan de España, Don Juan, buena persona, donde los Machado, Martínez Sierra y los Alvarez Quintero someten al burlabor a la enojosa penitencia, la vanidosa nacionalización o el mortal desgaste ante la nueva. comprensiva. tolerante sociedad contemporánea. Y, por último, alguna corrosiva y alicorta creación colectiva. que ni siquiera roza al personaje.

Repasar a Zorrilla

Después de todo eso he vuelto a repasar a José Zorrilla y a comprobar que no hay nada que hacer: Don Juan es Don Juan Tenorio, de Zorrilla. Un personaje apasionado que desea encontrarse con los malévolos, con los inocentes y con los enojados. Un personaje cuyos claros apetitos, arrebatadas decisiones, potencias miserables y potencias geniales, astucias y empresas desean encontrar perdón. Zorrilla parece esperar que el escandaloso rendimiento de mujeres, la actividad continua, el escándalo trágico de don Juan operen, posiblemente, ciertas catarsis purgatorias. Presenta a don Juan como una alucinación voluntaria de muy gran perímetro y supone -y desea- que un ronco y colectivo deleite acompañe a la indiferencia, de don Juan por su destino trágico, a su fatal peregrinación hacia la muerte, a su enardecimiento simple, a su magnífico cinismo, su rango valeroso y su rudo perfil de erótico ibérico.

En las representaciones que he visto tampoco se aclara esto: la conquista rigurosa y sincera de don Juan por doña Inés y de doña Inés por don Juan. La primera está muy claramente expuesta por Zorrilla aunque, en general, queda siempre poco y mal marcada por los intérpretes. La segunda está, tradicionalmente, confundida por la presencia del muy famoso sofá, que arruina unas imágenes -Más pura la luna brilla, este aura que vaga llena, esa agua limpia y serena el viento, los olivares y el ruiseñor- que son elementos líricos para una dialéctica de exterior. Pero, sobre todo, lo que importa para la asunción moderna del personaje es que doña Inés no sea una pobre criatura engañada cuando termina el acto cuarto. Doña Inés, que no estaba rendida cuando pone sus ojos en la carta de don Juan -«No los torneis con enojos sin concluir: acabad»-, es una mujer que sabe lo que quiere en toda la escena de la quinta. Una mujer que corre hacia don Juan como va sorbido al mar ese río. Una mujer a quien la compañía de don, Juan enajena, las palabras alucinan, el aliento envenena y los ojos amados fascinan. Puede ser virgen pero eso no quiere decir que es tonta. En cuanto se aproxima el hombre que le gusta baja la guardia y reclama con viveza: ámame, porque te adoro. Por tanto si Zorrilla no quiso terminar el acto sobre el famoso disparate teológico que tanto gusta a muchos actores para acabar en punta -de mispasos en la tierra- responda el cielo, y no yo, sería porque entre el griterío de los perseguidores y el drama de doña Inés, que acaba de reconocer el cadáver de su padre, creyó necesario aclarar, afirmar y asentar una postura femenina que es la que preludia, de forma terminante, la salvación Final de la pareja: justicia por doña Inés gritan los irruptores: pero no contra don Juan, responde la enamorada. Zorrilla lo escribió así. Esa urgencia salvadora ha de ser tenida en cuenta por la con ciencia espectadora, paralelamen te a los ademanes críticos de cual quier posición personal. Don Juan y doña Inés hacen gravitar su vida íntima sobre ese fugacísimo minuto. Hasta ahora, en todo lo que he visto, ninguna interpretación disidente ha podido con él. Es la venganza de la literatura.

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