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CLÁSICA

Arriaga, un maestro perdido para el romanticismo español

El centenario del nacimiento de Manuel de Falla -por más importante y más redondo aniversario-, así como el de Pau Casals -latente porque su gloriosa longevidad lo trajo hasta muy cerca de nuestros días- no deben oscurecer totalmente una fecha de innegable interés conmemorativo: en 1976 se cumplen 150 años de la muerte de J. C. Arriaga.

Un 27 de enero, cincuenta años después de aquel de 1756 en que viera la luz W. A. Mozart, nace en Bilbao Juan Crisóstomo ARRIAGA. Prodigio de intuición y de musicalidad innata, a los once años (1817) compone un capricho sinfónico ritulado Nada y mucho (u Octeto), pero su Op. 1 se da a conocer en 1818: es una Obertura o Nonetto, que dedica a la Academia Filarmónica bilbaína, con una graciosa décima en la portada.Juan Crisóstomo, en 1820, es ya un compositor de oficio suficiente como para abordar con éxito el género dramático: de este año es la ópera semiseria Los esclavos felices, sobre un libreto del afamado Luciano Comella (Vich, 1751-Madrid, 1812), cabeza de los chorizos (partidarios del teatro más castizo que afrancesado) y enemigo declarado de Leandro Fernández de Moratín y de sus partidarios, los polacos. La partituta de Los esclavos se perdió, habiéndose conservado la Obertura -pieza orquestal espléndida en su misma elementalidad y sencillez, acaso la obra más difundida de Arriaga- y algunos fragmentos que se articularon en suites. En 1821 compone un Tema con variaciones para violín y bajo continuo: presentada la partitura a Vaccari -director y violinista de cámara de Fernando VII-, éste la devolvió aconsejando al jovencísimo autor una nueva instrumentación más amplia, ya que «el rey no gusta de tañidos a solo»; éste es el origen del Tema variado «La Húngara» para cuarteto de arcos (1822).

París, una clave

Y estamos ya en el año de la marcha a París, hecho clave en la corta y gloriosa biografía del genial bilbaíno. Alberto Arrue inmortalizaría el emocionado momento de la partida de Arriaga en un cuadro de 1932. Un vasco establecido con anterioridad en la capital francesa y el fabuloso Manuel García, son únicos tímidos puntos de apoyo con que Arriaga se va a encontrar; al menos eso piensa, ignorante de la profunda impresión que su Stabat Maler (coro que emana infinita serenidad, por encima de la expresión doliente) iba a causar en Luigi Cherubini, el gran árbitro de la música que durante estos años nace o pretende difundirse alrededor de París. En efecto, no va a necesitar Juan Crisóstomo de más recomendación que su propia obra: de la mano del mismo Cherubini, director de la casa, entra por la puerta grande en el Conservatorio de París. Cursará violín con Baillot y composición con el célebre Fétis. Además del Stabat Mater mencionado, Arriaga se ocupó de coros religiosos en varias ocasiones: O Salutarís -de un melodismo angelical que inevitablemente nos remite a Schubert-, Audi benigne, Et vitam venturi, Misa, Salve, fuga sobre una frase del Credo.Como es natural, los temas profanos entonces de moda atraen Arriaga: también él compone una Medea, aria de deliciosa elementalidad melódica, armónica y formal, realmente bellísima; Agar el Ismael, de tema bíblico, incide más en caracteres dramáticos; Erminia, escena de mayor complejidad, asímismo para soprano y orquesta recuerda mucho los caracteres musicales y humanos de algún personaje femenino de las óperas mozartianas; Edipo, el dúo A la aurora..., casi siempre sobre textos franceses. En cuanto a música instrumental, tres clasicistas Estudios o Caprichos para piano solo y otros tantos Cuartetos de cuerda ven también la luz en París, así co mo la gran Sinfonía en Re. El ciclo cuartetístico -que sería editado en París en 1824- es lo más sustancial y representativo de la obra de Arriaga. Busquemos en ellos el indefinible encanto de un espíritu musical puro, ingenuo, pero no superficial, elemental en su técnica, pero, hondo en su contenido. Los perfiles formales y el aire melódico son perfectamente clásicos (Arriaga conocía obras de Haydn y Mozart pero no se tiene noticia de que alcanzara a escuchar cuartetos de sus insignes contemporáneos Beethoven y Schubert), pero late en ellos, en primer lugar, una personalidad cierta, teñida de un suave españolismo quizá con bases en la tonadilla dieciochesca; en segundo término, subrayemos la tendencia expresiva hacia una cierta melancolía adolescente que -nos es lícito pensar- hubiera derivado en la madurez del compositor hacia caracteres expresivos que hoy identificamos como propios de la estética romántica.

Pero esta madurez, fatalmente, no llegó. Arriaga fue encargado en el Conservatorio parisiense de misiones auxiliares de profesorado. Su escasa fortaleza no permite el trabajo tan intenso, docente y compositivo. Al jovencísimo maestro «se le declara una afección de languidez que le llevó al sepulcro al año siguiente» (Fétis). En efecto, cuando aún no había cumplido los veinte años de edad, casi desasistido -anotemos solamente la cariñosa compañía del también compositor español Pedro Albéniz-, expiraba nuestro autor. En los registros del cementerio del Norte, en Montmartre, París, puede leerse: «El cuerpo del señor De Arriaga, Juan, de veinte años de edad, fue inhumado el 17 de enero de 1826 al cuidado del segundo distrito y colocado en fosa gratuita». Arriaga, como Mozart, no tiene tumba.

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