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Conciencia de su propia grandeza

Leo la dedicatoria que escribió Malraux en el ejemplar de La condición humana: «..un intento de dar a los hombres conciencia de su propia grandeza que ignoraban».La condición humana es novela que puso de golpe a Maleaux entre los más grandes escritores de nuestra época en el año en que nos conocimos. Publicada en 1933. en Francia, Sur la tradujo y publicó en 1936. Antes de su publicación, en Gallimard, me dijo un día Drieu La Rochelle (cuya amistad con Malraux se mantuvo toda la vida, a pesar de los ásperos desacuerdos Políticos): «Voy a traerte a un muchacho extraordinario, verás.» En efecto, vi. Así llegó Malraux a mi departamento de la avenue Malakof. Alto y delgado, hablaba rápidamente, casi tanto como Valéry. pero con otras características: con abreviaturas continuas, como si diera por sentado que el interlocutor tenía que saber de qué se trataba. Era un hombre que no había cumplido los treinta, nervioso, y sin embargo daba una impresión de seguridad y de decisión.Desde aquel momento aquilaté su inteligencia y la rapidez con que funcionaba. Este tempo era muy de llamar la atención en él.

La lectura de La condición humana, a pesar de esto, me tomó de sorpresa. Era la mejor novela de todas las que había leído en aquella época. Su traducción para Sur fue el comienzo de nuestra amistad.

En la primera carta de las que conservo de Malraux (1933) me dice que está concluyendo un ensayo que tal vez le interesaría a Sur me agradece mis palabras sobre La condición humana. El libro me dejó (como a John Lehmann) con un temblor de admiración. Fue la primera obra de Malraux que se tradujo al español. Para libros ilustrados no nos alcanzaban los fondos, pero todos los demás, a partir de las Antimemorias, fueron publicados por Sur.«Dar la cara»

No voy a enumerar aquí las múltiples actividades de este hombre genial en toda la extensión de la palabra, de este hombre que dio la para y arriesgó su vida por las causas que merecían su fe. España lo sabe lo supo el maquis (coronel Berger), como lo supo últimamente BanglaDesh. Y en otro orden de cosas supo, de este dar la cara, el rejuvenecimiento de París (resistido al principio), en que demostró su sentido agudo de la belleza visual y su imaginación. Imaginación que lo impulsó a convertir a la Gioconda y a la Venus de Milo en viajeras, como él, infatigablemente curioso de los esplendores y las miserias del mundo. Pues en el mundo entero buscó y encontró el material para sus libros y ese saltar del pensamiento a la acción, siendo, a pesar de ello, el más patriota de los franceses: pero un francés abierto a los cuatro puntos cardinales.

En diciembre de 1947 me escribe: «Puede creerme: si el general De Gaulle vuelve al poder, tendremos un ministro de Cultura a tout casser (que llevará todo por delante)». Y a propósito de dudas y angustias literarias que le confiaba yo: «Sepa usted que un poeta japonés había escrito un poema sobre las mariposas. Lo encontró muy malo, lo rompió y tiró los papeles al aire, pero éstos volaron, livianos, y se posaron sobre las ramas de un árbol.» ¿Se hubiese podido contestar con más gracia y simpatía a mi queja?

Hace poco, en una de mis últimas cartas, le comentaba mi proyecto de un número de Sur dedicado a lo que diferencia lo que él llama el espíritu científico y el espíritu metafísico (y yo llamo lo intelectual y lo espiritual). Le explicaba que este número debía partir de las páginas 46 y 47 de su Huéspedes de paso (Sur, julio 1976). Citaba yo estos párrafos del diálogo de Malraux con Senghor: «Solamente India se atrevió a afirmar que todos los hombres pueden alcanzar a Dios a través de sus propios dioses. Pero este pensamiento ha sido cuestionado con particular vigor en nuestro siglo, en que vemos contraponerse el espíritu científico -no el espíritu técnico sino la búsqueda de las leyes universales- y el espíritu metafísico. Hoy comienza el diálogo más trascendente que el pensamiento humano haya conocido, el diálogo entre estas leyes y el significado de la vida, entre Einstein y Benarés.»

Malraux me contestó, en una carta tan bien guardada que no la encuentro, que le parecía buena la idea, bueno el punto de partida. Caillois opinaba lo mismo.En una palabra, Malraux apoyaba mi proyecto. Ahora... ese apoyo me faltará. Decir que me duele es poco decir.

Si bien La condición humana despertó mi fervor, Huéspedes de paso fue la confirmación de un profundo acuerdo con aquel hombre de reacciones a veces tan imprevistas y que me maravillaban por su fuerza y su justeza.La academia

Una de las últimas veces que lo vi en Verriéres-le-Buisson (donde estará ahora bajo la tierra de ese parque que mirábamos juntos desde una ventana), llegué hasta allí con una misión cuyo fracaso descontaba: tres miembros de la Academia Francesa, amigos, me encomendaron que abogara en nombre de ellos y tratara de persuadir a Malraux que formara parte de «los inmortales». Siempre se había negado (y se seguirá negando, pensé). Llegué, pues, a aquella casa de campo, al salón azul (donde hace unas horas lo velaron) y di el mensaje lo mejor que pude. «Y ahora me la mandan a usted -dijo Malraux entre sonriente e irónico- un nuevo ardid.» Como lo sospechaba, mis palabras fueron inútiles. La Academia le pedía que ingresara, como un favor para ella. Entre otras cosas, Malraux me preguntó por qué le pedía a él que hiciera lo que yo había rehusado hacer, Le dije: «La comparación es ridícula; además, estoy dispuesta a hacerlo por las mujeres. Hágalo usted por la Academia.» Me contestó: «Usted tiene una buena razón; yo no. »

Nos despedimos con un abrazo. Fue mi última visita a Verriéres-le-Buisson. Lo volví a ver en Chez Lasserre, su restaurante favorito.

Escribió últimamente Malraux: «Uno de mis personajes oye en un fonógrafo emitir su voz registrada y no la reconoce. La experiencia, hoy banal, no ha perdido su fuerza de símbolo... Yo había escrito que todo hombre oye su voz con la garganta y la de los demás con los oídos, salvo en la fraternidad o en el amor. El libro se llama La condición humana.»

Aquí está el libro. Tiene 45 años. Esto es ayer. Aquí lo tengo: «... un intento de dar a los hombres conciencia de su propia grandeza que ignoraban».

Esta grandeza era la de Malraux.

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