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Especulación del suelo, ¿hasta cuando?

Si importante es para el hombre del campo, el justo acceso a la propiedad de la tierra, tanto o más es para el de la ciudad el régimen de propiedad del suelo urbano. No puede el ciudadano quedar por más tiempo al margen del urbanismo, ausente de las decisiones que «hacen» una ciudad -o la deshacen-. El hombre, que desde tiempo inmernorial adaptó su entorno a sus necesidades, se ve hoy constreñido a vivir en megalópolis en cuya creación y desarrollo no tiene arte ni parte. Son ciudades inhumanas porque no reflejan la decantación de culturas que hasta ahora representaba la polis. El automóviI parece haber reemplazado al hombre como destinatario de toda la mejora urbana. Mientras insensibles maquinarias invaden los paseos y los jardines, las personas -especialmente si son pobres- son rechazados a los carcelarios bloques de los suburbios. El urbanismo se ha mostrado, pues, como adecuado instrumento de segregación social. Toda la distorsión física, psíquica, económica y social que causan hoy las grandes ciudades a sus habitantes, es una dura servidumbre impuesta por las condiciones en que se desenvuelve el urbanismo, falto de un suelo a precio asequible.En 1956, una ley del Suelo reputada como excelente -de «rara calidad», la llamó el profesor García de Enterría-, se mostró incapaz de enderezar el arduo problema de la especulación inmobiliaria. «No se ha sabido, o no se ha podido, o no se han atrevido a aplicarla», diría Luis Peralta, más tarde subsecretario de Gobernación, lo que remacharía Manuel Pérez Olea, desde el Sindicato de la Construcción, añadiendo: «... o no han querido». Esta ley, falta de una normativa complementaria posterior, y sobre todo, de ganas de llevarla a la práctica, tuvo una aplicación desmayada e incompleta. Entonces -hace ya 20 años- se perdió la gran oportunidad de encauzar la ampliación de nuestras ciudades y las zonas turísticas de las costas. Hubiera bastado para ello tener la mínima visión del futuro y preocupación preferente por las necesidades de los ciudadanos, y no por las de los propietarios. Bien es verdad que éstos siempre han estado mejor representado que aquéllos en los órganos decisorios del país. Como tantas veces ocurre por estas tierras se pone mucho énfasis en la elaboración de las leyes y muy poco en su cumplimiento. "Administrar -decía García de Enterría- no es legislar, sino gestionar, y ha faltado una gestión urbanística resuelta y anticipadora

Encrucijada

Actualmente nos encontramos de nuevo en la encrucijada y no parece que la segunda ley del Suelo haya encontrado la vía hacia esa gestión «resuelta y anticipadora». «Esta es una ley -dijo el propio ministro de la Vivienda, Vicente Mortes- para que los propietarios puedan dormir tranquilos.» Trasquilada en las Cortes, donde se suprimieron todas sus referencias a la fiscalidad del suelo, tardó tres años en ser aprobada, plazo suficiente para dar firmeza a las situaciones injustas creadas a la sombra de la anterior y para que se pudiera buscar esa trampa que todo español supone en cada ley. Y, en definitiva, tampoco era imperiosa su existencia. Con haber aplicado a rajatabla la anterior hubiera sido bastante. Tampoco te trataba de una carencia de personal técnico. Sociólogos, urbanistas y arquitectos no faltan; lo que no existe es un control democrático de las decisiones que conforman una ciudad. Es incomprensible la abdicación de los ciudadanos de sus derechos a dirigir y a controlar la construcción del lugar donde nace, vive y muere. Quizá la semilla de una futura autogestión urbanística haya de buscarse en las Asociaciones de Vecinos, en cuya actuación apuntan claros intentos de tomar en mano, in extremis, muchos de los problemas que afectan al ciudadano.

No cabe duda que la solución radical sería una socialización -o municipalización- del suelo urbano, como ha sido incluída en el programa de los laboristas. Esto en nuestro país es inviable, por supuesto, pero no deja de tener una clara justificación, tanto desde un punto de vista económico, como ético y fiscal. Hay que partir de la base de que toda plusvalía del suelo urbano se produce sin ninguna intervención de su propietario. Es debida a la acción de la comunidad; luego es justo que revierta a ella. No deja de ser motivo de reflexión el que tal medida sea preconizada en un país como Inglaterra, en el que la preocupación del Estado y los organismos locales por una urbanización científica data de mucho tiempo. Resultado de ello es que el 85 %de las viviendas inglesas son unifamiliares y con jardín, lo que suena en nuestro oídos como una lejanísima utopía. De hecho, más de la cuarta parte del suelo urbano de Londres y de sus edificaciones pertenece a la Corona o al Municipio. The Greater London Council las alquila a particulares, y los terrenos de su propiedad jamás se ponen a la venta. Son edificados por el propio Ayuntamiento o se ceden a empresas privadas para que construyan viviendas destinadas a alquiler, pero únicamente con un derecho de ocupación temporal, -el llamado leasehold interest- revirtiendo a la propiedad pública terreno y edificación tras un determinado lapso de tiempo. Para la compra de los terrenos, los organismos locales reciben amplia ayuda económica del Estado, mediante préstamos a muy bajo interés, y reembolsables a largo plazo. En Estocolmo el precio de venta de los solares va recargado en un cuarenta por ciento, destinado exclusivamente a la adquisición de terrenos por parte del Municipio. Y cuando se construyó la ciudad de Farsta -satélite de la capital- le Ayuntamiento había comprado con gran antelación todos los terrenos donde debía asentarse la ciudad.

Que esto para nosotros sea más o menos difícil de realizar, nadie lo duda, pero demuestra que el urbanismo salvaje no es, como se nos quiere hacer creer, el inevitable precio a pagar por el progreso, sino uno más de los aspectos de un capitalismo desenfrenado con fuerte influencia en los centros de Gobierno. Entre las muchas corruptelas que nuestro futuro régimen democrático debe suprimir, ésta es una de las más urgentes y necesarias. El que la polución de nuestras ciudades y los precios de su suelo sean los más altos de Europa, es algo que ni la salud ni el bolsillo del ciudadano español pueden soportar por mucho más tiempo.

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