Los fantasmas de la dictadura
Xavier Andrés Flores, nacido en Saint-Nazaire (Francia) en 1924. Español exiliado desde abril de 1948. Doctor en Letras y Ciencias Humanas (Sorbona, 1971), doctor en Historia Económica (idem, 1965), diplomado de la Escuela de AItos Estudios (idem, 1960). Durante veinticinco años ha sido funcionario internacional al servicio de diversos organismos: Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas (CIME), Unesco, ONU, OIT. Experto asesor de la OIT y del Instituto de las Naciónes Unidas para el Desarrollo Social
Cada dictadura fabrica sus propios fantasmas para colocar entre el poder y el pueblo una pantalla que le impida a éste ver y juzgarla realidad como es. Quizá porque toda la realidad social, por los desequilibrios que entraña, tiene algo de escandaloso y revolucionario. Corregir esos desequilibrios es la finalidad misma de la democracia. Congelarlos, aprovecharse de ellos y atribuir su existencia a presuntos y fantasmagóricos enemigos, es el papel crónico de las dictaduras. Lo tremendo es que después de haber inventado sus fantasmas, el sistema acaba por creerse su propia propaganda. Las dificultades del proceso actual de transición radican en gran parte, aunque no en su totalidad, en este penoso fenómeno. Harto sabido es que los problemas de nuestro país, enjuiciados desde la perspectiva del Régimen se debían -y aún se deben para algunos- a los llamados «enemigos de España», divididos, para mayor comodidad, en dos categorías principales: los de raíz exógena, o sea, los «países envidiosos de nuestra historia» cuya principal tarea es urdir «complots contra España», y los de origen endógeno; exiliados políticos y enemigos del interior. Ahora descubren algunos con asombro con qué solicitud se disponen los países «enemigos» a fomentar el ingreso de España en el Mercado Común, siempre que se ajuste, como ellos a lo pactado en el Tratado de Roma. Se descubre también que, en definitiva, lo que hemos estado pidiendo los exiliados, por ejemplo en la histórica reunión de Munich celebrada en junio de 1962, coincide en líneas generales con los propósitos verbales del Gobierno actual, con la salvedad de que entonces se perseguía y desterraba a los culpables de haber expuesto ideas con las que hoy desayuna cada ministro.
Pero, aunque en la fraseología oficial se advierte un cambio de tono, ideas y propósitos, quedan todavía muchos fantasmas que arrinconar en la alacena de los tristes recuerdos. Para ello, hay que ver las cosas como son, llamarlas por su nombre, sopesar su importancia y no empeñarse en seguir creyendo que son como uno se imaginaba que eran por autosugestión propagandística. Dos ejemplos de esta actitud regresiva brillan por su presencia en el momento político actual: la reciente reforma del Código Penal, aprobada por las Cortes y la aplicación de ese indulto a cuentagotas que se ha dado en llamar amnistía.
La reforma del Código Penal, en particular la del artículo 172, está presente en el ánimo de todos. Sus defectos técnicos y sus consecuencias jurídicas fueron analizadas, breve pero acertadamente, por los profesores García Valdés, Rodríguez Mourullo y Stampa Braun en EL PAIS del 15 de julio pasado. Su repercusión en la vida política está a la vista de todo observador sensato: vivimos una situación de total incoherencia entre lo que se legisla, lo que .se dice y lo que se hace. Pero antes de referirme a esta grave consecuencia de la reforma quiero subrayar hasta qué punto los fantasmas del pasado preponderaron en las decisiones adoptadas, especialmente en el punto quinto del artículo 172. Este punto, tal como lo aprobó el Pleno de las Cortes, por mayoría de 245 votos, incluido el Gobierno, dice que son ilícitas las asociaciones que «sometidas a una disciplina internacional, se propongan implantar un sistema totalitario». A primera vista, lo que choca a cualquier demócrata acostumbrado a la terminología política utilizada en los países occidentales, es el empleo del calificativo «totalitario» en un texto legal, pues, habida cuenta de la finalidad perseguida, parece que nadie se ha percatado de que tal palabra no es de raigambre marxista y sí en cambio, de origen fascista. Pasó de Italia a España para incorporarse al punto seis de la Falange («Nuestro Estado será un instrumento totalitario al servicio de la integridad Patria») y luego al preámbulo del Fuero del Trabajo («... el Estado Nacional en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria ... »). Huelga recordar cuán ardientemente defendieron entonces esta definición los más distinguidos juristas del Régimen, por ejemplo don Ignacio María de Lojendio en su Régimen politico del Estado Español, publicado en 1942.
Si se entiende por sistema totalitario un régimen de partido único, de sindicato único, de prensa controlada y censurada, carente de las libertades públicas de los países democráticos, cabe preguntarse si no es ése el tipo de régimen que hemos tenido en España durante cuatro decenios, a menos que lo hayamos soñado, y cómo quienes propugnaron y mantuvieron un sistema totalitario pueden hoy estar en contra del totalitarismo, -sin especificar al menos, en aras de la precisión de la ley, a qué totalitarismo se refieren. Con la ley en la mano, se hubiera podido decretar al día siguiente de la reforma la ilicitud del Movimiento, encarnación del partido único oficial que hemos tenido y seguimos teniendo hasta ahora, y que ha ejercido el monopolio político como «consecuencia elemental de los derechos adquiridos en la ocupación del poder» (Lojendio, op. cit., p. 273). En cambio, si nos atenemos al texto de la ley, será difícil prohibir a un partido comunista que propugna la pluralidad democrática y se declara independiente de toda obediencia internacional, y sí se podría prohibir al PSOE y a algunos grupos demócratas cristianos por estar vinculados a sus internacionales respectivas.
Frente a la versión aprobada del punto 5, del artículo 172, se presentaron otras dos, una mucho más clara y radical y otra mucho más acorde con el momento político actual. La versión más radical, presentada fuera de las normas reglamentarias y por ello rechazada, propugnaba la ilicitud de «los grupos, asociaciones o partidos comunistas, nacionales o internacionales». Con sentido común hizo observar el ponente de la Comisión de Justicia que el Código definía tipos penales y no contenía la condena de ninguna persona o asociación, exclusivamente por llevar un determinado nombre. La versión de recambio presentada a título de sugerencia por la Comisión de Justicia y, como acabamos de señalar, más conforme con el momento político, declaraba llícitas las asociaciones que «por, su objeto, programa, actuación o circunstancias alenten a la dignidad o a la libertad humanas, o sean contrarias al pluralismo asociativo como medio para la participación política». Aunque jurídicamente discutible, por cuanto conceptos como la dignidad o la, libertad pertenecen más al campo de la filosofía del derecho y del derecho político que al derecho penal propiamente dicho, esta versión tenía la gran ventaja de reflejar, no sólo el anhelo profundo de la mayoría del país, sino también los fines democráticos y pluralistas expresados por el propio Gobierno. Lo sorprendente es que éste se abstuvo en su votación, en tanto que dio su voto a la versión aprobada, mostrando así cuánto pueden todavía los fantasmas del pasado frente a la terminología democrática, fresca y reciente, que adorna los discursos oficiales sobre el porvenir del país.
Esta dicotomía entre los propósitos y los hechos se refleja a diario en una realidad que desborda todas las ficciones jurídicas. El Partido Comunista de España campea a sus anchas por doquier, interviene en reuniones y congresos con figuras de primer plano que no ocultan su identidad, y mantiene contactos -«oficiosos» según el propio PC- con emisarios del Gobierno, que mañana serán oficiales a menos que retrocedamos a la época de las catacumbas. Así, lo que es ilegal en la ley es lícito de facto en la calle. Esta inadecuación de la ley con la realidad, siempre grave en un Estado de derecho, puede llevarnos a una verdadera esquizofrenia política, en el sentido lato de la palabra, y acarrear una interminable prolongación de la inseguridad jurídica en que vivimos.
Los demócratas que llevamos decenios en el exilio reivindicando la democracia y el respeto de las libertades y de los derechos humanos, no nos planteamos así el problema del Partido Comunista. Quienes estamos radicalmente en contra de toda dictadura, sea comunista o de cualquier otro signo, consideramos que la solución no es prohibir tal o cual partido sino implantar una constitución política que obstaculice todo intento de golpe de Estado o aventura subversiva y, sobre todo, una política social avanzada para que ninguna clase se sienta preferida y atienda el cantar de las sirenas dictatoriales, que por desgracia nunca han faltado en nuestro país. Las reflexiones sobre el pasado, en particular sobre la guerra civil, no son materiales idóneos para edificar el porvenir cuando se les da una vigencia que no tienen. Si admitimos que muchos servidores del Régimen, que defendieron el totalitarismo de antaño, han evolucionado o lo están haciendo hacia un concepto democrático de la sociedad política, sea por auténtico convencimiento o porque no ven otra salida, ¿en virtud de qué presunción se ha de negar la evolución del Partido Comunista, proclamada por él, hacia la pluralidad democrática, y su abandono de toda obediencia internacional? Es más, si sus propósitos no fueran sinceros y se destapara con otras intenciones, sería el propio PC quien se desacreditaría ante una masa ciudadana ansiosa de democracia y libertad, que no vacilaría en expulsarlo de su seno.
Acabar con las catacumbas y los sótanos, construir una vida pública abierta en la cual sepamos quién es quién y cuánto pesa de verdad -¿representa el PC un 10, un 15 % de la masa electoral?- es el inexcusable deber, al nivel del Gobierno y a la escala modesta del ciudadano, que se impone en este país. De momento, no podemos decir que caminamos por la buena senda. Otro hecho que nos demuestra cuánto imperan los fantasmas del pasado sobre una visión de la realidad es la «amnistía» recientemente promulgada.
No discutiremos aquí el contenido del decreto ley, harto analizado ya por prensa, y señalaremos tan sólo los temores retrospectivos e infundados que perturbaron su elaboración.- Frente a la amnistía otorgada por Franco a sus partidarios en la ley de 23 de septiembre de 1939, en virtud de la cual se consideraron como no delictivos hasta los homicidios de carácter político-social cometidos desde el 14 de abril de 1931 hasta el 18 de julio de 1936 por personas de ideología coincidente con el Movimiento Nacional, la amnistía concedida ahora no es un ejemplo de gran generosidad. A fines de agosto, los resultados de esta amnistía se cifraban en unos doscientos excarcelados en España y en unos centenares de pasaportes expedidos en el extranjero después de un vaivén de consultas y un cortejo de protestas que llegaron hasta la ocupación del consulado general de España en París. La cifra de los excarcelados y la lentitud con que van saliendo de las cárceles es bien reveladora de ese «quiero y no quiero» que es el alma misma del decreto. Pero lo más revelador es el trámite impuesto a los consulados para la expedición de pasaportes, como si fuera a atravesar de nuevo los Pirineos el ejército republicano que salió de España en 1939.
De hecho, se ha promulgado la amnistía cómo si acabara de terminarse la guerra civil y no estuviéramos en 1976. Llevo años diciendo que a España volverán de mil a dos mil personas como máximo. A esta hipótesis, fundada en la observación directa del exilio y que hasta ahora no desmiente el número de pasa portes solicitados, hubiera podido llegar el propio Gobierno si hubiese hecho un estudio escueto de la realidad. Veamos las cifras: entre febrero y mayo de 1939 salieron de España, según el censo establecido por el Ministerio del Interior francés, 527.843 refugiados, incluidos mujeres y niños. Regresaron a España unos 100.000 en los meses siguientes. Al producirse la liberación de Francia, en noviembre de 1944, quedaban en Francia unos 350.000 españoles (1).
No es fácil estimar hoy la cifra exacta de los exiliados españoles, porque bastantes recobraron el pasaporte y en no pocos casos han conservado el titre de voyage de refugiado para no perder los derechos que su estatuto les confiere. Según el Office Français de Protección des Réfugiés, que me ha suministrado su estimación, los exiliados españoles son hoy unos 40.000. Pero no es la cifra actual lo que importa. Lo fundamental, lo trágico, es que han pasado treinta y siete años y éste es el hecho que debió considerarse al promulgar el decreto. En su gran mayoría la diáspora española no necesita ya ninguna amnistía porque está en el cementerio. Entre los que quedan, los jóvenes de veinte años en 1936 son hoy abuelos sexagenarios. Los políticos de entonces murieron prácticamente todos, desde Azaña, que fue uno de los primeros hasta Alvarez del Vayo hace poco más de un año. Salvo contadas excepciones -La Pasionaria, Santiago Carrillo, José Maldonado, Fernando Valera, Julio Just, Victoria Kent, Margarita Nelken, Federica Montseny, Enrique Líster y Josep Tarradellas-, el exilio es u n desierto político a nivel de dirigentes históricos. En cuanto a la llamada «militancia», los ardientes combatientes de la guerra civil andan entre los sesenta y los ochenta años, tienen hijos y nietos que son en gran parte franceses, mexicanos o de otras nacionalidades, y por la modestia de sus situaciones -no olvidemos que en el exilio no hubo Soficos ni Matesas-, el volver a España, como no sea de vacaciones, les plantearía un verdadero problema: deshacer una vida rehecha a duras penas, alejarse de familiares que no nacieron en España ni la conocen, buscar vivienda y medios de subsistencia en nuestra patria, que ya cuenta con 800.000 parados, y todo ello para terminar quizá sintiéndonos terriblemente desarraigados. Tal es el patético problema del exilio sobre el cual no se ha querido reflexionar.
De ahí que tanta precaución, tanta parquedad en la administración de la amnistía, como si una decena de ancianos políticos y unas mil o dos mil personas corrientes y molientes que pudieran regresar a España plantearan un problema de orden público en un país de treinta y tantos millones de habitantes, nos revelen lo que al principio he señalado: que los fantasmas de la guerra civil siguen poblando las mentes de los que la ganaron o heredaron la victoria.
No sólo los dos hechos expuestos aquí -la reforma del Código Penal y la amnistía- son reveladores de este fenómeno. Otros muchos podrían analizarse, pero basten ¿stos para señalar que con miedo, con la mirada hacia atrás como si aún estuvieran los campos de España en ruinas y nuestro pueblo no hubiera madurado, no se puede caminar serenamente hacia el futuro.
Si en la reforma del Código Penal se hubiera aprobado al menos la sugerencia de la Comisión de Justicia para el punto quinto del artículo 172 y si en la amnistía se hubiera obrado con la generosidad que tuvo Franco para sus partidarios en 1939, hoy podríamos pensar que, por fin, los fantasmas del pasado habían quedado definitivamente superados.
(1) Véase a este respecto la obra de Antonio Vilanova, Los olvidados - Los exiliados españoles en la segunda guerra mundial, Ruedo Ibérico, París 1969.
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