Un debate sobre las libertades
No hacía gala de su seguridad y desparpajo habitual Francois Mitterrand, candidato a la presidencia de Francia en las pasadas elecciones y jefe del Partido Socialista. Tampoco parecía cómodo y en su ambiente el pensador y analista de la política Raymond Aron, en el diálogo que sobre la libertad sostuvieron recientemente en la televisión de París.Hablaron de libertad o de libertades, en plural. Es el tema de moda en la política europea en los últimos tiempos. Desde la reciente reunión de los partidos comunistas en Alemania Oriental y de las declaraciones sorprendentes y casi heréticas de los partidos de Italia, Francia y España, hay un reverdecer casi obsesional de la afirmación de la libertad y del pluralismo.
Todos pueden rechazar la dictadura, el partido único y el monopolio ideológico. Todos prometen preservar intactas y hasta hacer más efectivas las viejas libertades proclamadas en la declaración de los Derechos del Hombre por los revolucionarios de 1789.
Muchas cosas están cambiando velozmente en el escenario de las ideologías y en la posición de los partidos. Ya nadie hace mofa de la libertad y son pocos los que se refieren desdeñosamente a las libertades formales.
El punto central, en el que desembocaron sin poderlo debatir a fondo, fue el de la contradicción casi insoluble entre el crecimiento de los poderes del Estado en la .economía, por una parte, y por la otra, la conservación de las libertades.
Ese Estado, prohijado en general por las izquierdas, que para luchar contra los excesos de poder en la sociedad y el agravamiento de las desigualdades tiende a convertirse en el gran empresario y en el director supremo de la economía, al través de la propiedad de los medios de producción y al través de la planificación centralizada.
Ese Estado, que llega a acumular no sólo el poder político de la mayoría, sino el conformismo ideológico y además el poder económico en proporción gigantesca por medio de la intervención y absorción de la economía privada, puede llegar a hacer prácticamente negativas las libertades civiles y a establecer de hecho un régimen autoritario.
Frente a las viejas maquinarias políticas de los regímenes antiguos, Montesquieu y los pensadores del racionalismo tuvieron la concepción genial de dividir el poder, que estaba concentrado en las manos de los reyes absolutos. La teoría de los tres poderes ha sido desde entonces la base de toda la organización democrática occidental.
Pero la historia reciente ha demostrado que esta separación no alcanza sino a los poderes institucionalizados en el Estado: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Han surgido y se han fortalecido en los últimos tiempos nuevos y no previstos poderes, o nuevas formas de poder, que no entran dentro del viejo esquema de Montesquieu.
Habría que enumerar, por lo menos, el poder de las grandes empresas económicas, nacionales y transnacionales, el de los sindicatos de trabajadores, el de los medios de información. En las viejas naciones democráticas no pocas veces hoy las grandes decisiones tienen que venir de esas nuevas formas de concentración de poder antes de ser homologadas por las instituciones formales.
La división clásica de los poderes no fue sino una tentativa feliz y práctica de crear contrapesos y contrapoderes. Cada uno era suficiente para equilibrar y limitar al otro haciendo imposible la arbitrariedad de ninguno, pero frente a estos nuevos y grandes poderes no se ha diseñado ningún sistema de contrapesos y equilibrios.
El remedio que proponen los socialistas, que es el de acrecer el poder del Estado, aumentando sus funciones políticas con crecientes atribuciones económicas, no es sino la fabricación paciente de un nuevo Leviatán, que puede arrasar las libertades. Por lo menos así lo afirma la experiencia de muchos pueblos modernos.
Hace falta un nuevo Montesquieu que diseñe un sistema adecuado de divisiones y contrapesos para los nuevos poderes, que complete y fortalezca la antigua división.
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