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El prejuicio de la sociedad amorfa

Cerca de dos siglos de absoluto predominio de las leyes escritas sobre los usos, de hipertrofia legislativa, de intervencionismo del Estado, han llevado a los europeos de nuestro tiempo a la convicción de que las únicas formas existentes son las jurídicas, legales, pertenecientes al Estado; y que, por el contrario, la sociedad es amorfa, no tiene estructura propia, sino que tiene que recibirla de la organización estatal. La consecuencia de ello ha sido la politización de casi todos los contenidos de la vida, ya que la política informa la vida del Estado; salvo en los casos en que el Estado, totalitario, se identifica con la sociedad y elimina, a la vez, la vida social y la,política.Pero la sociedad no es amorfa. Al contrario, tiene una muy compleja y fina estructura: generaciones; castas, estamentos o clases -según tiempos y lugares-; grupos sociales; minorías de diversos tipos, que se desprenden transitoriamente de la masa total y envolvente para realizar una función específica y volver a sumirse en ella; sociedades parciales, insertivas como las-regiones, fragmentarias como las definidas por un solo rasgo minoritario -étnico, religioso, lingüístico-; asociaciones de muy diversa índole, desde la política hasta el deporte, desde el trabajo hasta la diversión; permanentes unas, transitorias otras. Cuando una sociedad no tiene formas, ape nas es una sociedad, es el detritus que queda de ella, después del paso de una apisonadora o de la corrup ción cadavérica.

La vitalidad social puede medirse por la riqueza y vigor de las formas sociales, las cuales aseguran a la vez la estabilidad y la capacidad de cambio. Frente a la relativa rigidez de lo estatal. lo social tiene que ser flexible, espontáneo, variable. Lo que está regido por leyes es siempre mas estático que lo gobernado por usos. Lo legislado tiende a perpetuarse, anquilosarse, petrificarse; lo que la sociedad crea está en constante fluidez, que no excluye la continuidad, sino al contrario, se nutre de ella.

Pero no es forzoso que lo social dependa sólo de la inspiración individual, del deseo momentáneo, tal vez del capricho; no excluye la conexión, la orientación, la anticipación, la proyección a largo plazo.

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En la antigua organización política española, hasta dentro de nuestro siglo, había un ministerio de nombre admirable: Fomento. Muchas veces he dicho que la función genérica del aparato estatal sería fomentar lo que los individuos inventan y la sociedad realiza.

Es muy posible, sin embargo, que el Estado moderno no se contente con «fomentar»; aún en sus formas democráticas y liberales, es demasiado intervencionista, regulador, ejecutivo; dispone, planifica, ordena. Y entonces resulta que la función del fomento no tiene organismos generales, queda descabezada, abandonada al azar, a la inspiración casual, a la iniciativa de tal o cual individuo o grupo, sin coordinación. Es lo que quería insinuar al final del artículo anterior, cuando decía: «Pudiera ocurrir que esa esencial magistratura social más que política, que he llamado «cabeza de la nación», estuviera vacante o quebrantada en casi todos los países. Admirable ocasión para que los españoles, tras larga vocación, ejerciésemos la. imaginación política.

La organización moderna no prevé estas funciones. En los países en que la sociedad es extraordinariamente vivaz y el Estado relativamente débil, existen algunas posibilidades de que el jefe del Estado funcione como cabeza de la nación. Uno de los problemas viscerales de la política americana es, si no me engaño, éste: durante mucho tiempo. el Gobierno Federal ha sido poca cosa; el presidente, al lado de sus funciones específicamente políticas, ha tenido la de ser la representación de las virtudes vigentes en la sociedad; el paradigma, el modelo visible de una manera de entenderla vida, el órgano de la ejemplaridad. El carácter electivo del presidente de Estados Unidos no le permitía ser algo «distante», «aparte», comó un rey, ya que cualquiera podía llegar a ser presidente; pero lo acompañaba un aura de veneración y respeto que iba mucho más allá del estricto poder político. En los últimos años, el Gobierno Federal ha crecido enormemente -no más que la sociedad, pero su incremento es más visible y alarmante-; ha ejercido un poder incomparablemente mayor que antes de la guerra mundial-, cada vez más, el presidente ha venido a ser «jefe de Estado». Pero esto no basta; y los americanos no se resignan a ver a su presidente «reducido» a ello. Si falta la ejemplaridad, si el presidente se aleja en un aislamiento puramente político de decisiones y ejercicio del poder, el país siente una tremenda decepción. Por motivos distintos, en formas muy diversas, es lo que han tenido de común Johrison y Nixon. Adviértase que el primero no se presentó a la reelección y el segundo se vio forzado a dimitir. La recuperación de la función «cabeza de la nación» es a mi juicio el prirner problema político de Estados Unidos.

En Europa. apenas queda huella de ésto, mínirnamente en las monarquías -un poco rnás en Inglaterra-; en las repúblicas, casi todas parlamentarias. con presidentes designados mediante una elección estrictamente política, apenas queda hueco para esa función. De Gaulle evidentemente sentía esa necesidad, y creo que de ello se derivaba su atractivo para gran parte de los franceses. por mucho que a la vez los exasperase; pero no llegó a pasar de la conciencia de que tal función hacía falta.

Por aquí habría que buscar si se quiere entender el hecho -por otra parte desolador y escandaloso- de la propensión de nuestro tiempo a las dictaduras. Tal tendencia viene. por una parte, de que la debilitación del poder ejecutivo las ha hecho a veces difíciles de evitar, de que se presentaban como la única alternativa al desmoronamiento. y no se veía que eran, sobre todo, su preparación. Pero cuando un fenómeno patológico es demasiado frecuente, conviene ver si acaso tenga alguna justificación. Creo que se trata de que el dictador al ir más allá de las funciones de mero jefe de Estado, promete -y no cumple. ni puede cumplir- la de cabeza de la nación-, de ahí el -esto «paternalista» de casi todos los dictadores, que suele ser el supremo engaño. que desde luego es su usual seducción.

La magistratura de un rey constitucional -quiero decir, en una dermocracia liberal- no es específicamente política, es lo que se quiere decir- o se debe querer decir -con la vieja y famosa fórmula «el rey reina y no gobierna». Sin dejar de serjefe del Estado. lo que y puede ser es un «gobernante». ni un «hombre de partido» ni siquiera un «político". ¿Quiere esto decir que no le quedan más. que funciones ornamentales o simbólicas? Habría que buscar por otro lado: por el que mira a la sociedad como tal. No es forzoso que la esencial función del fomento no tenga titular; ni es descable que las formas sociales carezcan de órunos de convergencia, coordInacion. continuidad. Un rey del siglo XX podría recuperaresas funciones; y con ello ser instrumento de la despolitización de las instituciones sociales sin riesgo de que dejen de ser instituciones. Resultará esto más claro con algunos ejemplos.

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