_
_
_
_
Reportaje:Sumarios con tierra encima

Las explosiones de gas de Joaquín Costa / 1

Corren por Madrid los últimos días de junio de 1973. Un verano especialmente ardiente penetra por todos los rincones de la ciudad, que languidece mientras sus habitantes preparan las vacaciones. Es la tarde del 25 de junio. Las nubes juegan a formar tormentas y los tonos anaranjados del atardecer comienzan a inflamarse de noche. Sobre las calles madrileñas el tráfico de vehículos discurre suelto, alargado encima del asfalto que se ensancha ya por el calor. Los madrileños, casi todos, han empezado a retirarse a sus hogares, mientras en un área ,pequeña, dibujada bajo la calle de Joaquín Costa, una perforadora gigantesca horada la entraña de Madrid para lograr un túnel por el que discurrirá algún día una nueva línea del Metro.A la máquina se le llama «escudo», mide más de 20 metros de longitud y su envergadura rebasa una altitud de 4 metros. En su parte delantera, enormes dientes como garfios arrancan la tierra del subsuelo y, mientras la absorbe hacia atrás, por donde la expulsa, hormigona trabajosamente una bóveda prieta.

El turno de los operarios del «escudo» acaba de concluir. Algunos de ellos se asean un poco dentro de la galería, antes de salir afuera para recogerse hasta el día siguiente, otra jornada de trabajo duro. Pese a la tenue luz de los subterráneos, varios obreros pueden ver con claridad el avance de una sorprendente masa de agua. En unos instantes su galería se ha inundado casi completamente, mientras intentan escapar por todos los medios del túnel anegado.

Afuera, bajo el paso elevado sobre la glorieta de Ruiz de Alda, el asfalto se acaba de abrir de par en par en un socavón enorme, con 10 metros de profundidad, por 15 de largo y 5 de ancho. Quedan veinte minutos para las 11 de la noche y algunos vecinos telefonean a la Policía Municipal para que corte el tráfico sobre esa zona.

Al poco, la dotación de un coche patrulla señaliza el andén lateral del paso elevado impidiendo sobre él el tránsito, mientras que el desvío se realiza sobre la glorieta. La zona se impregna de un denso olor a gas y se avisa a la central por si hubiera habido alguna rotura.

Dentro de muchas casas de la zona, los vecinos ven en la televisión un programa de variedades. Detrás de los visillos, las nubes se aprietan en racimos gruesos y la tormenta no se va a hacer esperar. Cuando los relojes más atrasados indican las once menos diez y los más veloces acaban de rebasar las once en punto, una tremenda sacudida estremece todas las fincas de la calle de Joaquín Costa con una fuerza espantosa. La electricidad ha dejadode fluir ymIlesde cristales han brincado desde los pisos hasta los patios. Una nueva explosión, ahora acompañada por el zumbido de un gigantesco soplete, emerge desafiante desde el suelo de la calle, junto a los archivos del noticiario No-Do, en la esquina de Velázquez y Joaquín Costa. Por los patios oscuros de los edificios cercanos, un murmullo de miedo asciende hasta los pisos más altos. Las escaleras se llenan de vecinos, que se apretujan a ciegas deseosos de alcanzar la calle y huir donde sea.

Justino Portal, con sede de la finca número 4 de la glorieta de Rúiz de Alda, sufre la amputación de sus dedos índice y corazón de la mano derecha, al ser golpeados tras la explosión por la puerta de hierro de la casa.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

En el sanatorio San Francisco de Asís, muchos enfermos asomados a las ventanas de sus habitaciones acaban de ver largas llamas más altas que la clínica donde convalecen. Los ojos se llenan de miedo, mientras el pánico regala los rostros de muecas indescifrables.

La calzada tiene ahora dos tabiques de asfalto, abiertos en un dibujo grotesco que muestra todas las incógnitas de un suelo partido en dos. Enormes hachones de fuego crepitante encienden poco a poco toda la calle, mientras nuevas explosiones inesperadas recorren todo su suelo zigzagueando sus entrañas. Las trampillas de las conducciones de gas, de 30 kilos de peso en hierro, suben por encima de los balcones más altos para tronchar luego, en su caída, árboles, farolas y coches.

Evacuación

En medio de un estruendo de voces confusas, los gemidos de algunos vecinos se quiebran con el ulular de las sirenas de los bomberos y la policía. Cientos de gritos enérgicos intentan precaver a los vecinos para que esquiven las grietas de la calle, pero la situación se ha centrado en la evacuación del sanatorio. Los primeros rumores hablan de que ha ardido completamente, pues las llamas que ocultan su fachada así lo presagian. En la oscuridad de los pasillos, las linternas de los bomberos buscan trabajosamente a los enfermos, que ayudados por las monjas, médicos y enfermeras, cojeando algunos y otros palpando las paredes, han comenzado a abandonar la clínica por el jardín posterior. Una hora antes, el quirófano enmudecía de atención con sus reflectores sobre el corazón de una enferma a la cual el cirujano Martínez Bordíu acababa de implantar un marcapasos. El segundo piso de la clínica, destinado a las embarazadas, era en el que peligraban más vidas, pero los casi setenta enfermos del sanatorio habían salido del edificio cuando el sótano-farmacia comenzaba a destrozarse por el fuego. La alimentación de gas de la clínica se encontraba allí abajo a pocos palmos de las estanterías repletas de fármacos, gasas y ungüentos. También los matraces y las probetas se hicieron añicos en el laboratorio, donde 36 balas de oxígeno dormían su líquido azul bajo una fortísima presión que, de ser rota por las llamas, habría sido capaz de verter hacia el cielo en pequeños fragmentos varios edificios más. Entre tanto, los marcos metálicos de todas las ventanas de la fachada de la clínica, se han fundido hasta retorcerse en formas caprichosas.

Sobre la calle, varios centenares de bomberos, voluntarios de Cruz Roja y policías, intentan encaminar ordenadamente los pasos de los anonadados vecinos. Varios miembros de una familia que habita en el portal 57 de Joaquín,Costa, esperan con tremenda ansiedad que el padre rebase la puerta y salga a la calle. Cuando entre la oscuridad su silueta se dibuja en el umbral, una, sacudida violenta saja el suelo del portaly este hombre sexagenario, Antonio Zamora, cae a un profundo foso por donde discurre la conducción del gas y el agua. La trampilla ha saltado con una fuerza inaudíta hacia el techo y cae luego en grandes, pedazos sobre el agujero que abrió al salir ocupado ahora por un herido muy grave. Su hijo, Antonio, que denodadamente intenta apartar los cascotes de la boca del foso, es retirado por un bombero ante el temor a nuevas explosiones.

Enfrente, un silencio rotundo, cuajado de incertidumbre, hace dudar las miradas que pavorosamente buscan cuál será el lugar donde la próxima explosión reventará. El pardo contorno del edificio del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, ubicado a la altura del número 30 de la calle, alberga en su interior cuatro institutos, dos de ellos microbiológicos. En las estanterías de sus dependencias, millares de insectos sometidos a distintos tratamientos virólicos han sentido, con certeza, la cadena de sacudidas causada por las explosiones. Tal vez desde el interior de los frascos que.los contienen hayan experimentado una forma de horror, únicamente transcribible a nuestros códigos humanos si se parangona con los daños y enfermedades que la liberación de aquellos insectos pudo acarrear a Madrid.

Mientras los reflectores de los bomberos trazan a las mangueras el curso del agua, desde el sótano de Joaquín Costa, 47, bullen espesas columnas de humo azulado; los neumáticos de varias de cenas de vehículos arden lentamente y su chisporroteo se ve enmudecido por el estruendo del edificio de una central telefónica contigua que, en la calle de Antonio López, acaba de derrumbarse parcialmente envuelto en llamas. Dos obreros de esta central, Joaquín Barquero, cuarenta y seis años y Julio Bellón, de veintiséis, sufren quemaduras muy graves en sus cuerpos , así como magulladuras producidas tras abatirse sobre ellos los cascotes de los muros.

Heridos

La nueva eclosión del gas ha destripado prácticamente la infinitud de cables de la estación telefónica, y sobre la calle, dos cerebros electrónicos hasta hace muy poco repletos de ingeniería, enseñan un amasijo, desorganizado de conductos y circuitos. Entre un caos de asfalto y escombros, árboles arrancados de cuajo y muros vencidos, alguien escucha un gemido desde el interior de una pila desordenada de hormigón y ladrillos. Con aspavientos, se hace ver por un grupo de bomberos, que remueve los cascotes y extrae a una mujer, Pilar .de Miaja, salpicada de heridas . No hace mucho, las fuerzas que han acudido al lugar del siniestro acordonan la zona con severidad, mientras los últimos inquilinos de los inmuebles aledaños han abandonado sus hogares. Una familia con diez hijos, la de Juan José Espinosa San Martín ha transportado en volandas a la madre para cruzarla de calle, impedida por su parálisis. Poco a poco, las familias más afortunadas han logrado arracimarse en lugares aparentemente seguros y por todo Madrid las ambulancias han paseado su gemido estridente, vacías, con heridos y evacuados. Las autoridades municipales establecen no obstante un cuartel general de evacuados en la plaza Mayor y la angustia de las primeras horas sólo se ve atemperada por los encuentros, en camisón y pijama, bajo la lluvia mansa que ahora cae. Son las dos y media de la madrugada y el abatimiento que pesa ahora sobre los vecinos, los familiares y los curiosos, únicamente se mantiene oscurecido. por presagios de violentas y nuevas explosiones en cadena por otras áreas de Madrid. La incertidumbre se alarga varias horas más, en tanto se intenta saber a ciencia cierta la identidad y el número de muertos y heridos. Los corros de madrileños que se han acercado a la zona siniestrada, susurran en voz baja presentimientos extraños, mientras algunos dedos señalan al edificio de No-Do y otros se orientan hacia el de Investigaciones Científicas.

En algún lugar aledaño, un tendero pregunta a un vigilante por que no se evacuaron los inmuebles tras producirse el socavón y la alarma parece ser el argumento que se esgrime.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_