Imaginemos un partido
¿Cuál podría ser el contenido programático de un imaginario partido cuya pretensión fuese conseguir el apoyo de la mayoría de los españoles, superar la crisis institucional, desembocar —con un mínimo de perturbación— en una plena legitimidad social, dentro de la cual se podrían plantear los problemas políticos, sin poner en peligro la existencia de la nación, su concordia, la libertad de sus ciudadanos?
He dicho «la mayoría»; es decir, piensa en un partido que pudiera ganar las próximas elecciones (si son próximas). Los que se ofrecen al posible elector no parecen tener demasiada esperanza de ganarlas; dan la impresión de que confían en vagas coaliciones separadas por excesivas distancias ideológicas, destinadas a ser manejadas por el grupo más activo o más hábil; o bien que esperan la conservación del poder gracias a la ineficacia de los demás; o, finalmente, que aspiran a alcanzarlo por algún atajo que no pase por una victoria democrática.
Un partido tal como lo imagino, tendría qué ser rigurosamente respetuoso con la realidad; para reformarla o transformarla, tendría que empezar por reconocer escrupulosamente cómo es. Y entonces debería buscar los recursos políticos necesarios para llevar a cabo esa transformación.
Invocando a Perogrullo, recordemos algunos hechos evidentes, pero que se tiende a pasar por alto. 1) En 1936 en media España, en 1939 en toda ella, comenzó un régimen fundado en una victoria militar sin condiciones, que estableció una distinción nunca borrada entre vencedores y ve y por tanto entre dos clases de españoles, a las que se fueron « incorporando» los que sucesivamente iban entrando en el escenario histórico. 2) Ese régimen ha terminado el 20 de noviembre de l975, por muerte natural de su titular, sin que ningún individuo, grupo o partido haya conseguido, ni si quiera acelerado, el término de ese sistema de Gobierno. 3) Es, pues, falso que el régimen anterior haya sido «vencido» por nadie, y nadie tiene el menor derecho a intentar repetir las actitudes que el Poder establecido en 1939 tomó entonces. Tanto más, cuanto que aquellas actitudes tampoco respondieron a ningún «derecho», sino a la posesión de una fuerza indiscutible, que ninguna agrupación adversa a ese régimen ha conseguido nunca poseer. 4) La estructura del régimen anterior, su extremado y absoluto carácter de poder personal no compartido ni sujeto a ninguna instancia superior, ha excluido la posibilidad de su continuación; es decir, ha sido el régimen franquista el que ha impuesto, por sus propias condiciones internas, su terminación. 5) El consenso general del país acerca de este punto ha sido desde el comienzo tan abrumador, que ni siquiera los titulares del Poder han intentado ocultar que empezaba una nueva época. 6) La transición plena hacia ella se ve impedida o estorbada por instituciones cuyo único fundamento era la voluntad —ya inexistente— del titular de ese régimen ya desaparecido. La pretensión de que esas instituciones sigan ejerciendo su poder heredado tiene tal inverosimilitud, que va más allá de la arbitrariedad política para entrar en los dominios de la literatura fantástica. Es un sueño, que a muchos parece una pesa El despertar del país es cuestión de semanas o a lo sumo de meses, y se va a producir espontáneamente, por medio de un reloj despertador, por un vocerío o con un chorro de agua; no creo que llegue a más el margen de elección. 7) se puede sustituir una fantasmagoría por otra, los fantasmas de una victoria militar por los de una derrota de la misma fecha, lo cual sería un poco más inverosímil.
La consecuencia de todo esto sería: los Gobiernos cambian y se suceden, el régimen anterior ha desaparecido, pero el Estado subsiste sin ruptura. Yo diría que el régimen agotó sus posibilidades, se extinguió, prolongando sus plazos hasta más allá de lo normalmente posible, y está absolutamente concluso; pero no ha sido derrocado por nadie, no se ha producido una situación revolucionaria, no se ha sustituido la fuerza coactiva que el régimen poseía por otra distinta u opuesta. Más aún, los instrumentos del Poder siguen siendo los mismos —sobre todo, no nos engañemos, las Fuerzas Armadas— pero en estado de «disponibilidad», probablemente dispuestos a ponerse al servicio de la voluntad general del país, siempre que no sea nuevamente suplantada. Creo que esos instrumentos estarán dispuestos a aceptar una legitimidad democrática, pero no otra dictadura; en último término preferirían la suya propia.
Un partido fiel a la realidad trataría de transformar —profundamente— el régimen y sustituirlo por otro bien distinto del anterior, mucho más distinto que su mera inversión, sin quebrantar la estructura del Estado como coherencia de poder, la continuidad de una administración que hace funcionar mejoro peor el país. Se trata de que funcione mejor, no de que deje de funcionar.
Este partido no sería «monárquico». ¿Por qué? Porque en España hay en este momento una Monarquía, y en esas situaciones, si no se combate esa institución, se parte de ella sin afirmarla expresamente. No hace falta «monarquismo», de tal manera que en ese partido cabrían personas cuyas preferencias fuesen otras, pero que no consideran politicamente justificacado hacerlas prevalecer sobre un amplio consenso que se está constituyendo y que tiene grandes probabilidades de consolidarse. Y ese partido quedaría en franquía para imaginar una figura nueva, original, actual, de la futura Monarquía española y hacerla efectivamente viable.
No tendría ese partido prisa por imponer una con figuración precisa a la sociedad antes de que ésta eligiera por sí misma. Su única urgencia sería asegurar los cauces para esas decisiones ulteriores: la remoción de los obstáculos «legales», la convocatoria de elecciones democráticas, el respeto escrupuloso de las minorías y. claro está, de la mayoría.
Consideraría que el bienestar económico de los españoles es la condición fundamental de la estabilidad del país, del ejercicio normal de la libertad, del despliegue de las posibilidades personales, de la vida a la altura del tiempo. Por consiguiente, no estaría dispuesto a jugar por motivos ideológicos o por seguir la moda, con ese mínimo bienestar tardía y penosamente alcanzado. No haría experimentos pseudocientíficos que comprometieran la modesta hacienda de los ciudadanos, que pudieran provocar un paro obrero intolerable, introducir la ineficacia en la industria, la agricultura y la administración, hacer volver a millones de españoles a la pobreza de la que apenas han salido.
Hay un conjunto de modelos económico-sociales, ligados —no lo olvidemos— a formas políticas democráticas liberales, que están vigentes en el torso de Europa occidental, en Canadá y Estados Unidos, en Japón, en Australia y Nueva Zelanda. En diversos continentes, administrados por hombres de distintas razas y tradiciones, coinciden en unir la libertad política y la prosperidad económica más alta que se ha alcanzado en la historia universal, con el máximo grado de difusión que se conozca. El partido que imagino trataría de aproximarse a esos modelos, en la medida en que las posibilidades españolas lo permitan. Hay otras opciones: el mundo está lleno de países que han preferido otras fórmulas —mejor dicho, a quienes se les han impuesto por la fuerza de un grupo armado o de un ejército extranjero—. Otros partidos españoles podrán, ciertamente, proponer a los electores esas otras fórmulas; el que estoy imaginando respetaría ese derecho, pero ciertamente no haría uso de él, preferiría las fórmulas de la prosperidad y la justicia social a las de la mediocridad o el fracaso.
Finalmente, ese partido no sentiría vergüenza de ser español. No se disculparía de ello. No sustituiría el nombre de España por el de «Estado español» (fórmula lanzada por el franquismo desde 1936 que ha figurado largos años en los membretes de los impresos oficiales; quizás muchos que usan ahora esa expresión en lugar del nombre de su país se acostumbraron entonces, al poner sus firmas tantas veces en dichos documentos). No tendría ningún nacionalismo (que sólo merece, como dijo Ortega hace cerca de setenta años. «exquisito desprecio») pero menos aún se sentiría inclinado a inventar media docena de ellos. Más bien sentiría una agradecida sorpresa al sentirse participante de un mundo inmenso de lengua española de increíbles posibilidades fecundado por una de las cuatro o seis culturas que cuentan de verdad en la historia del mundo.
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