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Cisma para cierta élite

El obispo Marcel Lefebvre tendrá que llegar hasta el final: reestructurar de arriba a abajo a su modo, la Iglesia Católica. Casi nada. Si esto fuera una sesión de fuegos artificiales, en lugar, de un dramático asunto de fe nos atreveríamos a decir que... «ahora viene lo bueno». Si el Concilio, y con él la Iglesia que él llama «conciliar», han traicionado el Evangelio y han corrompido la Iglesia Católica, habrá que salvar a ésta. Ni de Roma, ni de la jerarquía conciliar —que es la inmensa mayoría de los obispos del mundo— puede venir tal salvación. Tiene que venir de las gentes de Lefebvre. Se impone, pues, un nuevo Papa, una nueva jerarquía, un... ¿Dará Lefebvre este asalto final? Parece que su conciencia debería obligarle a ello. Pero como no es un vulgar chiflado —como lo era, probablemente. el excura Michel ColIin, que por los años cincuenta se hizo proclamar Papa y con el nombre de Clemente XV, rodeado de una reducida «corte» pontificia hasta su muerte hace poco más de un año— se le plantea un desafío cuyas consecuencias son difíciles de pronosticar. ¿Se hará elegir Papa? ¿Quiénes le van a seguir? ¿Qué alcance podría tener un cisma tan aireado por todos los medios de comunicación?

Como se ve torne Roma la decisión que tome —excomulgarle o, simplemente reducirle al estado laical—, las cosas acaban de empezar.

Casi me atrevería a pensar que Lefebvre se va a quedar poco menos que solo. El que miles de creyentes católicos le hayan seguido hasta aquí y muchos miles más participen de muchas de sus opiniones no significa que su posible «rebaño» vaya a ser multitudinario. El último cisma importante que ha conocido la Iglesia es el de los Viejos Católicos, surgido a raíz del Vaticano 1 a mediados del siglo pasado. Pilotado por un grupo de intelectuales alemanes, con escaso arraigo popular, los Viejos Católicos —que acaso no llegan a 100.000 en varios países de Europa y América— continúan su existencia más bien lánguida y con fuertes brotes de deseo de reunión con Roma. No parece que hoy pueda tener éxito un cisma tumultuoso, al estilo del cisma bizantino del siglo Xl. por ejemplo. Resulta un poco bufo plantear el problema de Lefebvre en plan de «lucha de poderes» como si la cosa estuviera en un equitativo reparto de los despojos de la Iglesia, entre él y Pablo VI.

Ese aire de atildado campesino francés que ostenta Lefebvre oculta, sin duda, buena cantidad de pasión pascaliana y de frialdad cartesiana, típica mezcla explosiva. Pero eso no basta. No se trata de una lucha de poderes, sino de una rebelión magnificada por los monstruos modernos de la comunicación y. desde luego con una cierta base de élites intelectuales atemorizadas. También en esto el esquema se repite.

Apenas conocida la pena canónica lanzada por Roma contra el tenaz obispo integrista «suspensión a divinis», prohibición formal de ejercer el sacerdocio— un grupo de intelectuales franceses, entre los que está, naturalmente. Michel de St. Pierre y. sorprendentemente para algunos. Gustave Tibbon, escribió al Papa una lamentosa carta de protesta llamando por una liturgia en latín y con cantos gregorianos. Por supuesto que el problema de Lefebvre no es ése. Pero ése puede ser el problema de algunos intelectuales franceses. El problema que oculta otros más profundos de decepción de pérdida de identidad cristiana en quienes siempre han querido más a la estética que a la ética. Todavía recuerdo las lamentaciones de Mauriac, en 1965 —en su famoso «Carnet de notes» de Le Figaro— porque la Iglesia admitió la celebración de la misa en lengua vernácula. «Ya jamás volveré a escuchar el Corpus Domini Nostri Jesucristi de mi infancia», venía a decir Mauriac. Una Iglesia rígida, con olor a incienso en plan de afrodisíaco espirituoso, con normas tajantes y claras, defensora del orden establecido... esa es la Iglesia que quieren ellos. Y si esa Iglesia desaparece, pues habrá que fabricar otra. Hasta ahora no han tenido mucho éxito. Los Clemente XV. Coache o Georges de Nantes con sus bárbaros ataques al Papa «corrompido», resultan demasiado burdos para la crema de la intelectualidad.

Ahora llega Marcel Lefebvre y puede valer. Ni está loco ni es tonto, ni resulta excesivo en sus palabras acolchadas. En Madrid, en marzo último, le recuerdan de una reciente conferencia llena de unción probablemente auténtica. Lefebvre puede servir. Sobre todo porque representa, aparte de su carácter episcopal y su aparente mesura expresiva, un altavoz de muchas voces, de muchas almas desconcertadas y buscadoras del paraíso perdido.

Lefebvre se inscribe en la tradición integrista francesa, que tiene mucha solera. El no es un intelectual pero sus planteamientos lo son. No es un visionario ni proclama milagros al estilo del Palmar de Troya. En el Concilio luchó como pudo y formó su grupo disidente. Coetus Internacionalis Patrum, que agrupaba a la flor y nata de los anti-conciliares. No deja de ser una tragedia combatir un Concilio del que uno forma parte. Siguió la lucha después, y en 1970 fundó, con todas las de la ley canónica, la Fraternidad S. Pío X y pocos meses más tarde el Seminario de Econe en Suiza, donde Lefebvre vive prácticamente exiliado. Ahora, en rigurosa lógica saltándose una prohibición vaticana en la que no cree, ejerce por libre sus funciones sagradas. Queda un último paso. Pronto sabremos el final.

Con todos los respetos —que ahí no entramos— para el drama íntimo del obispo francés, hay que decir que su actitud resulta bastante encajada, como producto típico de toda una clase social dentro de la Iglesia. Una clase social que se niega a morir y menos a disolverse en la constante reforma eclesial. No es que la Iglesia posconciliar, que es la de siempre pero en marcha, carezca de sombras, y ellos de razones para gritar. No es que su actitud sea inútil y que los demás poseamos toda la verdad, porque ya se sabe que nadie posee la verdad que es la Verdad quien nos posee. Lefebvre y Franzoni por el otro lado de la contestación—— deberían caber en la Iglesia madre plural de hijos distintos con una misma fe. Pero un Lefebvre reducido a sus límites de servidor y no de arrogante poseedor de la Verdad. No es que Roma rechace a sus hijos fieles. Es que paradójicamente, una extraña fidelidad lleva a esos hijos a cambiar de familia. Es al fin y al cabo, la eterna historia de los disidentes que por ser más papistas que el Papa, en un ataque de absoluta pureza, acaban manchándose las manos.

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