Otra Television, por favor
«MIENTRAS HAY vida, hay esperanza», reza el refrán. Sin embargo, por lo que respecta a Televisión Española se nos antoja que sólo tiene validez la leyenda que el Dante colocó a las puertas del infierno: «Perded toda esperanza los que entréis». Televisión Española es una de las mayores oportunidades perdidas por la sociedad española, y bien a su pesar.Ahora el ministro de Información acaba de anunciar cambios profundos en TVE. y hay que desearle acierto y valor en sus decisiones, porque de otro modo el fracaso de su gestión alcanzaría de nuevo, directamente, a millones de españoles.
En nuestra pequeña pantalla hay demasiadas cosas que reformar: un equipo de analistas seleccionados con criterios técnicos, geográficos y generacionales, al margen de toda adscripción ideológica, emitió recientemente un dictamen, según el cual el 11 por 100 de los programas televisivos merecen calificarse de «buenos», el 8 por 100 de «medianos» y el 81 por 100 de «deplorables», por comparación con los de los países de la Comunidad Europea. Entiéndase que no se habla de programas malos, defectuosos o pobres; aun con la exageración que pueda darse en una valoración subjetiva, se busca un término -deplorable- de claro sentido.
La televisión, no hace falta recordarlo, es el arma máxima de que dispone un país para la comunicación masiva. En buena ética social hay que decir que un instrumento así no está al servicio del Estado -menos aún del Gobierno-, sino de la entera sociedad. Se ha dicho hasta la saciedad que, bien utilizada, la pequeña pantalla puede ser el más formidable factor para instruir, sensibilizar e informar a un pueblo. Lateralmente manipulada puede constituir un elemento de anestesia y, embrutecimiento de eficacia incomparable. En las dictaduras la televisión suele ser el primer mecanismo deformador de las conciencias, aunque como medio informativo carezca de credibilidad. En las democracias pluralistas, la televisión es defendida por la sociedad, con distintas fórmulas jurídicas, de los embates y apetencias del poder, y con mayor o menor fortuna contribuye a la estabilidad social y a la responsabilidad de los ciudadanos.
En nuestras latitudes, la situación es peculiar. Desde su fundación en 1956, Televisión Española ha sido -salvo algunos paréntesis de lucidez- un super-poder, distinto a lo que es la televisión en los países desarrollados. En sus motivaciones y planteamientos nuestra TV se ha parecido menos a sus colegas francesas o británicas que a las de Albania o Marruecos. No ha sido un medio de información, sino-casi siempre una gran máquina de propaganda. No se ha esforzado por ilustrar a los españoles, sino que ha difundido con excesiva frecuencia la vulgaridad y, en ocasiones, la estupidez.
El lenguaje y el tono han sido sistemáticamente descuidados. En tiempos, nuestra televisión simultaneaba las lecciones de algún lingüista con las atrocidades sintácticas lanzadas a pocos minutos de diferencia. El tono ha llegado a ser preocupante: en el primer telediario, los españoles contemplan cotidianamente el engolamiento enfático de jóvenes locutores, que nos explican una visión del mundo con voz campanuda, cabellera sobre el ojo y alfiler damasquinado en la corbata. La lectura de las notas editoriales, frecuentemente maníqueas, suele acompañarse de una mirada suficiente, del papel a la cámara, con la que el locutor parece perdonar la vida de millones de españoles. Sorprenden otras veces las innovaciones fonéticas con que, en medio de la vacuidad noticiosa, nos obsequia otro locutor, esta vez trasatlántico, quien, tumultuosa cabellera sobre la frente, acentúa los vocablos allí donde no lo manda el diccionario («La cónvencion républicana se ha réunido hasta la mádrugada para élegir el définitivo cándidato»).
Habría que transformar el esquema jurídico y dotar a TVE de un estatuto de ente autónomo -hay ejemplos interesantes, por ejemplo en la BBC británica-, de modo que en el gran medio audiovisual penetrara el aire de la realidad española. Algo se intentó tímidamente en torno a los años 66/68, pero con escaso resultado. Posteriormente, bajo la etapa tecnocrática, la casa de Prado del Rey entró en una etapa de inepcia que más vale no recordar. Habría también que poner orden y rigor: en los aledaños del organismo se han dado casos de venalidad verdaderamente espectaculares, con modalidades barrocas para el abono de comisiones y el tráfico de influencias.
Esta es una ocasión excepcional para transformar con energía y buen sentido el intrincado laberinto televisivo. El ministro Reguera ha anunciado esos cambios y ha anticipado la introducción de un programa «face to face» imitado de la televisión francesa. Gran ocasión para demostrar la capacidad dialogante del Gobierno y hasta el sentido verdadero del Régimen actual. Si los diálogos «cara a cara» enfrentaran, por ejemplo, a los señores López Bravo y Navarro Rubio, a Raimundo Fernández Cuesta con Enrique Thomas de Carranza, o a los señores Girón y Pinilla, descubriríamos en seguida el concepto vigente de pluralismo. Si, por el contranio, se sentara en una mesa a discutir, frente a frente, en días sucesivos, a Gil-Robles con Fernández Miranda, a Fraga y Tierno, a Areilza frente a Carrillo, a López Rodó frente a Felipe González, a Martín Villa frente a Jordi Pujol, a Pablo Gamica frente a Julián Ariza y a Antonio de On'ol frente a Enrique Múgica, un aire nuevo de convivencia y de racionalidad recorrería de extremo a extremo la sociedad española.
Desde el Régimen y desde la oposición se coincide en que el país; ha cerrado una etapa de poder personal para pasar a otra distinta de democracia pluralista. Para que los españoles lo crean es preciso realizar algunos tesis. Si no el primero en importancia, sí sería el más visible, el cambio radical de nuestra televisión.
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