Secretos oficiales
Con arreglo a la ley este periódico sería secuestrado si publicara la noticia de que el señor Francisco Macías, presidente de Guinea Ecuatorial, se ha fracturado un tobillo al caer por las escaleras de su palacio. A tal extremo conduciría la aplicación de una ley tan discutiblemente democrática como la de Secretos Oficiales.No parece probable que sea un catarro presidencial o la composición del Gobierno, guineano o las cifras del intercambio comercial entre España y Guinea, las cuestiones que los españoles no deben conocer so pena de poner en grave riesgo la seguridad del Estado o el interés de la colectividad.
La seguridad del Estado español o la convivencia nacional en modo alguno pueden peligrar porque los españoles lean las noticias que sobre Guinea publican todos los periódicos del mundo, menos los españoles. Lo que aquí podría verse en serio aprieto es la reputación o el interés de algunos personajes españoles relacionados de alguna manera con la reciente historia de Guinea y a quienes el secreto ampara generosamente.
A la postre, que al pueblo español le esté vedada la información sobre lo que ocurre en el único país africano de habla española sólo es la anécdota reveladora de un modo de gobernar: aquél en que el Gobierno no tiene la obligación de explicar sus decisiones ante unas Cortes representativas.
Lo grave es la multiplicación de esta anécdota y la utilización del noble objetivo de la protección del Estado con fines políticos contingentes: amparar una gestión administrativa desafortunada o una conducta individual abusiva.
La ley de Secretos Oficiales debe ser derogada. En materias de información el poder Ejecutivo debe reducir al mínimo su margen de discrecionalidad y someter sus decisiones en la materia a un control imparcial.
La ley de Secretos Oficiales, es adecuada a la situación política en que fue creada, hace ocho años: entonces, cuando el sistema de poder personal entraba en su fase de decadencia, sintió el Régimen la necesidad de arbitrar unos instrumentos de emergencia para mantener la delicada situación. La ley de Prensa había entreabierto en 1966 la primera ventana a la libertad de información y el a la más autoritaria del Gobierno quiso cerrarla, dos años después, con la ley de Secretos Oficiales. Ahora la situación es distinta: no presenciamos el final de un sistema sino el comienzo de otro. No es hora de resolver emergencias sino de buscar la estabilidad. Hay que desterrar vestigios de excepcionalidad, y optar con valor por la transparencia informativa.
De otro modo -dicho sea con todos los respetos-, la ley de Secretos mas bien parecía hoy un sistema de cortinas de humo que una verdadera norma jurídica.
Cuando un Gobierno como el actual, pone en duda por boca de su ministro de Información, la virtualidad de la ley de Prensa (ver declaraciones en pág. 8), da un paso hacia la democracia. Cuando ese mismo Gobierno renueva el secreto oficial sobre Guinea, y no levanta el que pesa sobre las actuaciones judiciales en relación con los malos tratos a los detenidos, no hace otra cosa que dar un paso atrás en su credibilidad.
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