Los últimos días de Saigón / 3
Domingo, 27 abril 1975.Las tres y media de la mañana. Me despierto con la explosión de los disparos que conmueven a la ciudad. Un proyectil parece haber caído bastante cerca. Asomo la nariz por la ventana. Sirenas de bomberos y ambulancias. Columnas de humo que se elevan a lo lejos. Imposible salir a causa del toque de queda. Imposible volver a dormirse. El personaje que es Thieu continúa obsesionándome. Hasta último momento no ha comprendido que los norteamericanos no querían oir hablar más de él, ni de Vietnam. Y Graham Martin, el embajador de los Estados Unidos, lo ha entretenido con sus ilusiones o, digamos la palabra correcta, con su locura.
Thieu se aferra a una idea. Quiere absolutamente que el Congreso le conceda trescientos millones de dólares adicionales cuando estas sumas ya no sirven para nada, porque no se tendría tiempo de utilizarlas comprando material. Significaría sólo un gesto de que no se lo abandona a su suerte, que el padre le tiende de nuevo la mano al hijo para que salga del pantano en que se hunde.
Por supuesto que por todas partes reinaba el engaño, el robo y la corrupción. El ejército de Thieu había tomado la costumbre de vivir suntuosamente, desperdiciando municiones, materiales y combustibles. Pero ha sido también la víctima de los norteamericanos, que le han dejado una pesada infraestructura de bases, aeródromos, depósitos y talleres. Nada más que el mantenimiento de todo este aparato costaba un millón y medio de dólares por año, en tanto la ayuda a Vietnam del Sur disminuía lentamente. Actualmente no asciende más que a setecientos millones de dólares, en tanto que la de Rusia a Hanoi no ha cesado de aumentar hasta mil quinientos millones de dólares para este año.
Thieu, cuando ordena el repliegue, mira hacia Washington. Más que tomar una decisión militar, se está entregando a un chantaje político. Al abandonar una parte de su territorio, cree que podrá obligar a sus antiguos aliados a que intervengan masivamente, a que reanuden la guerra a su lado, a mantener la promesa que formularon para que él firmara los acuerdos de París. Olvida que los norteamericanos, en diciembre de 1974, le anticiparon que no harían nada en cuanto cayera la provincia de Phuoc Binh, y que nunca más los B-52 largarían sus cargas de bombas sobre las divisiones del Norte. Según los términos de ese acuerdo, la toma de una provincia, o de su centro vital, por las tropas enemigas, debiera, no obstante, haber provocado la intervención.
Esos acuerdos se habrían convenido en octubre de 1972, después que Kissinger fracasó durante dos días en lograr que Thieu firmara. El general Haig habría entregado al presidente sudvietnamita una carta (o tres cartas) de Nixon conviniendo «seguridades secretas».
¿Cuál fue el juego del embajador Graham Martin? ¿No le habría dicho, empujándolo a dar la orden de retirada: «Haga ver al Congreso que va a perderlo todo, despierte a la opinión norteamericana. Obligue a los Estados Unidos a que mantenga las promesas de su expresidente»? Se cree que fue así.
Thieu se comporta como si la pérdida de las provincias careciese de importancia. Ordena el repliegue, absolutamente catastrófico desde el punto de vista militar, sin preocuparse de sus consecuencias sobre el terreno. Sólo le interesan las reacciones norteamericanas. Ignora que no se quiere oir hablar más del «sangriento» Vietnam, que se lo considera perdido, que el Pentágono lo ha excluido de sus controles y que se juzgan groseros los gritos de ese pueblo al que se degüella y que se obstina en pedir ayuda. Podría contenerse, al menos, y no perturbar la buena conciencia norteamericana que está a punto de renacer sobre las ruinas de Watergate, mientras se complace en un aturdido lavado de ropa sucia. Después del FBI le toca el turno a la CIA.
Y esta imagen de los Estados Unidos, que el embajador Graham Martin no ha querido transmitirle a Thieu hasta el último momento, es la que dará la orden de abandonarlo.
Para este diplomático de carrera, Vietnam no es un destino como los otros, como Bangkok por ejemplo, de donde ha venido y donde se ha desenvuelto tan bien. Su hijo ha muerto en Vietnam y él ha hecho de esta guerra un asunto personal, lo peor que le pudo haber ocurrido en las circunstancias actuales.
Martin sucedió a Ellsworth Bunker, después de la firma de los acuerdos de París, jugando cerca de Thieu ese papel de padre del que Thieu no puede prescindir. En ese papel triunfó, pero quizá demasiado, intoxicándolo a su protegido mientras se intoxicaba él mismo.
A los sesenta y dos años, Graham Martin tiene una extraordinaria presencia: el cuerpo esbelto, el rostro muy marcado, una especie de viejo lobo gris que en este clima de hecatombe, perderá también la cabeza.
Se obstinará, por ejemplo, en proteger un gran árbol que ha crecido detrás de la embajada de los Estados Unidos y que dificulta el aterrizaje de los helicópteros. Lo hace vigilar por temor de que los agentes de Seguridad lo derriben durante la noche. Comandos clandestinos tratarán de burlar esa vigilancia y, a la luz de la luna, será cortado con serruchos.
Ha identificado a ese árbol con Vietnam. Lo mismo que hace Thieu con la tumba de sus padres. Entre tanto, conserva su aspecto de diplomático frío, impasible, distinguido. También como Thieu, que detrás de su máscara de hombre tranquilo, esconde muy bien su locura mientras Vietnam se derrumba.
Los senadores norteamericanos, enviados a Saigón para averiguar la situación, se dan cuenta de lo que ocurre y uno de ellos, el 5 de marzo, advierte a Ford: «Hay algo sobre lo que estamos todos de acuerdo: nuestro embajador en Vietnam, es un desastre. Se mantiene a fuerza de voluntad. Psíquicamente está muy mal».
Graham Martin se mantiene a la cabecera de Vietnam como un médico que sabe que su enfermo está irremediablemente perdido, pero trata de mantenerlo de buen ánimo, repitiéndole que todavía puede curarse. Llega el momento en que el propio médico, a fuerza de repetirlas, cree en sus propias mentiras.
Y cuando se le pide que prepare el retiro y la evacuación de sus compatriotas, intenta demorar la orden. No quiere abandonar al enfermo y trata de conservar junto a él a todo su personal.
Otro ejemplo de sonambulismo de Martin. Cuando el desastre es total y centenares de miles de refugiados marchan por las rutas, envía telegramas a Washington reclamando urgentemente «programas de largo alcance para el desarrollo económico de Vietnam del Sur».
Atiborrado de medicamentos, insomne, con los nervios de punta, se esconde de sus colaboradores. Se mueve, habla en nombre de una América que ya no existe -la del compromiso con Vietnam, la de Nixon, la anterior al diluvio y a Watergate- lo mismo que Thieu, quien habla en su último discurso de un Vietnam del Sur que ha dejado de existir con los acuerdos de París, y promete en un Saigón sitiado, a pocos días de su dimisión, la reconquista de las provincias perdidas.
Muy pronto el lugar quedará libre para el «gran» Minh. Estuve en su casa. Formaba el nuevo gobierno. Debo volver a verlo hoy... si mi equipo de televisión ha llegado. Está dispuesto a formular declaraciones.
Cuando bajo para el desayuno me entero que un dólar cuesta cuatro mil piastras.
El Chase Manhattan Bank ha decidido que su personal sea evacuado a las Filipinas, el personal superior se entiende. El resto recibe un mes de sueldo y adiós. Había ochenta y tres empleados. El personal del Bank of América ha abandonado ya Saigón, dejando la agencia bajo control vietnamita. Los clientes reclaman sus depósitos. Están enloquecidos. El Banco Central ha hecho saber que cubrirá todo lo que quede descubierto, pero esa medida no aleja el pánico. Los bancos norteamericanos que operaban en Saigón han clausurado sus ventanillas sin prevenir a la clientela a los bancos vietnamitas con los cuales trabajaban. La brutalidad de semejante decisión aceleró peligrosamente el retiro de los fondos. En los últimos días de abril, los depositantes, en cuarenta y ocho horas, han retirado cerca de cuarenta mil millones de piastras, o sea, aproximadamente sesenta millones de dólares.
Todas las compañías aéreas que tocan el aeropuerto de Saigón, con la excepción de las francesas Air France y UTA, y la nacional Air Vietnam, han interrumpido sus escalas en Saigón. La Pan Am, la China Airlines, la Cathay Pacific, la Singapore Airlines, la Thai Intemational; dicen que se trata de razones de seguridad.
La prensa vietnamita:
«Se desmiente que el presidente Huong, cediendo a las presiones de los embajadores de Francia y los Estados Unidos, Mérillon y Martin, haya pedido al «gran» Minh que asuma la jefatura del Estado». Desmentido estúpido porque Minh me ha confirmado que está integrando su gabinete.
Se toma finalmente una gran medida: «Los servicios públicos trabajarán el 1º de mayo».
La realidad es que ya no hay más gobierno. Ni siquiera es un gabinete el que toma las medidas corrientes. Es nadie, un simulacro al que se aferra el viejo Huong.
Todavía ayer, el presidente Huong ha hecho tocar el himno nacional a su entrada en el pequeño y blanco edificio del Senado. Se hizo presentar armas por su guardia en uniforme blanco, de parada. Pero las unidades de choque, con cascos y chalecos anti-balas, habían tomado posiciones en las calles vecinas. Listas para pelear. Los comunistas están a tiro de cañón.
Tengo ante mi el texto de su discurso:
«Pido al Parlamento que me ayude a designar la personalidad susceptible de negociar con el otro bando». No puede ser sino Minh. Pero Huong prefiere a Tran Van Lam, presidente del Senado, «porque representa la legalidad republicana», ha firmado los acuerdos de París... y sobre todo porque el viejo político no ha podido soportar nunca al general Mirth.
Catorce divisiones norvietnamitas están a las puertas de Saigón. Tran Van Don, el general «bordelés» se mete a su turno por entre las filas. Según parece tiene sus contactos.
¿Qué valen el «gran» Minh y esta tercera fuerza, o «tercera vía», de la cual es el portaestandarte?.
Continuará
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