Política de claridad
Al día siguiente de la constitución del último Gabinete EL PAIS titulaba la primera página: «Nuevo Gobierno: los propagandistas, al poder». Cambio 16 retomaba la misma idea en su número 241. Incluso se mencionaban nombres Aquí se detenían, sin embargo, las referencias al asunto. ¿Quiénes son los propagandistas? ¿Qué los agrupa e identifica? ¿En qué forma tal institución se relaciona con las instancias del poder, al punto que lleva a sus miembros a detentarlo? Las insinuaciones no se explicitan. ¿Discreción o sobrentendido? Cualquiera de las alternativas está reñida con el ejercicio de la información en una sociedad democrática. La discreción no puede llegar hasta la omisión de datos esenciales para que el público forme su propio juicio. El sobrentendido es, por su parte, exponente también de una política áulica, la que ha prevalecido durante cuarenta años de dictadura: los corrillos saben de qué se trata; el guiño basta; sobra el análisis y la documentación. Ahora bien, el enterado es figura de otra época. La prensa, en cambio, debe servir a la mayoría de los ciudadanos, iguales ante la información, tanto o más que ante las urnas. ¿Cuántos españoles conocen el papel desempeñado por la ACNP en la vida política de su país?No me reconozco competencia especial para explicar este extremo. Sólo conservo fresca la memoria de un libro leído dos veranos atrás en las montañas de l'Ardèche. El de A. Sáez Alba, La otra «Cosa Nostra». La Asociación Católica Nacional de Propagandistas (Ediciones Ruedo Ibérico, París, 1974). La obra no pertenece a la lista de trece títulos de esa editorial cuya importación ha sido autorizada recientemente por la autoridad gubernativa. Por su naturaleza, no atenta contra la seguridad e integridad del Estado, única cosa -al decir- prohibida en estos instantes. Sin embargo, no se la deja circular. ¡Incongruencias -una más- de la presunta apertura! ¡A ver, señor Reguera, si hace de tripas corazón!
El libro constituye, de momento, el único estudio documental sobre el papel múltiple desempeñado por una institución fundada nada menos que en 1909 y que, desde entonces, dictadura tras dictadura, viene proporcionando sin aparatosidad elencos al Gobierno. El libro, sin duda beligerante, está escrito, no obstante, sobre la base de cuarenta años de Boletín interno de la Asociación. Por el tema y la documentación compulsada -no así por su factura-, podría haber constituido una de las tesis doctorales más originales acerca de la historia sociopolítica de nuestro siglo XX.
No es ocasión de resumir aquí el contenido de más de cuatrocientas páginas, pero sí de comunicar algunas reflexiones que su memoria suscita al calor de acontecimientos recientes. La otra «Cosa Nostra»: el título, de sabor siciliano, alude a otra organización que ha dado mucho que hablar en los últimos tiempos por haber destacado numerosos miembros en los Gobiernos de la dictadura, en tanto que otros ocupaban y siguen ocupando resortes claves en la administración y en la actividad privada. Mientras que el director de la Oficina de Información del Opus Dei -la agrupación aludida- ha desmentido los rumores de que la institución integrara el Gabinete a través de socios representativos, ningún comunicado equivalente ha sido emitido hasta ahora, que yo sepa, por la ACNP.
Cotejando la composición del Gabinete actual con los integrantes del Consejo Nacional de la ACNP por 1970 -datos de la Asociación, según el libro- se comprueba entonces que quien era su vicepresidente es ahora ministro de Hacienda, y que tres de los siete consejeros detentan carteras tan importantes como la de Presidencia, Asuntos Exteriores y Justicia. Otro ministro actual -el de Información- ocupó allí, poco después, un puesto dirigente. Si de un grupo voluntario, cualquiera de unas seiscientas personas, hay tantos miembros y tan destacados en un Gabinete, ¿es lógico inferir, como hace la prensa, que la pertenencia al grupo se relaciona con su exaltación al cargo? La posible explicación, formulada en ocasiones similares de que la organización no forma parte del Gobierno, sino sus miembros, me dejaría perplejo. Martín-Sánchez Juliá, sucesor en la presidencia de la ACNP de Herrera Oria y antecesor del actual titular, Algora Marco, escribió en 1950 que la Asociación no se proponía reclutar «al católico que pudiéramos llamar corriente..., sino al que tiene capacidad de dirección en potencia o en acto». Y en seguida de este distingo, que denotaba su sólida formación tomista, precisaba: «Por consiguiente, nos interesa el catedrático, el jefe de una empresa, el director de un periódico, el hombre que se dedica a la vida pública: hoy, subsecretario; mañana, ministro». La biografía de varios integrantes del Gabinete Suárez recoge su paso, ayer, por alguna subsecretaría. El anhelo de Martín-Sánchez Juliá se ha cumplido una vez más, como antes se colmó con Martín Artajo, Silva Muñoz y tantos más. Enhorabuena para el antiguo presidente de la ACNP. Pero ¿qué decir para el
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común de los españoles? No resulta legítima la suspicacia con que recibe tales invasiones entre gallos y medianoche?
La democracia supone, de acuerdo con los textos corrientes de ciencia política, una secularización del Estado y una especificidad de las instituciones. Que las asociaciones que se dicen de vocación apostólica se ocupen de sus fines propios y los partidos políticos dispongan, en cambio, de las carteras y escaños que les pertenecen en función de su representatividad, entonces se acabarán las confusiones heredadas de una prolongada dictadura y de determinada forma, más larga todavía, de entender -la derecha- las relaciones con el poder. La separación de la Iglesia y del Estado, tan anhelada por lo visto ahora, debe alcanzar a las organizaciones religiosas periféricas. Mientras se espera la democracia, y se pugna por ella, se impone la irreverencia de levantar velos, de acabar con las medias tintas y las maquinaciones verbales: en suma, una política de claridad.
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