La oposición ante la reforma
EL NUEVO horizonte de instituciones y libertades democráticas dibujado por la declaración programática del Gobierno Suárez ha recibido una aparente confirmación simbólica con la firma por el Estado español del Pacto de Derechos Civiles y Políticos aprobado por las Naciones Unidas. Ya sabemos a qué atenernos sobre lo que es legítimo, aunque todavía no sea legal. Tras haber defendido desde la sociedad y frente al Estado la superioridad moral e histórica de la democracia sobre la autocracia (aunque ésta se maquille de «democracia orgánica»), se trata ahora de exigir al poder que adecúe su práctica a esos principios y corrobore las palabras con hechos.Porque la distancia entre el modelo y la realidad todavía es enorme. Y es precisamente este desajuste lo que explica sobradamente el escepticismo acerca de la reforma. Los matices de la incredulidad son diversos: desde los que piensan que los gobernantes no «quieren» (conjetura demasiado maquiavélica para ser tenida en cuenta) hasta los que opinan que no «pueden» (prisioneros a la vez de sus palabras y de sus comprometedoras alianzas), pasando por quienes les atribuyen las intenciones del conocido personaje de Lampedusa («hay que cambiarlo todo para que no cambie nada»).
Ese escepticismo colorea el comunicado de Coordinación Democrática difundido el pasado 23 de julio. Los supuestos desde los que un órgano informativo y de opinión independiente analiza y enjuicia las actuaciones públicas no son los propios de las formaciones políticas, se hallen en el Gobierno o estén en la oposición. En base a esos criterios, y pese a las serias razones que existen para dudar o desconfiar de las promesas hechas desde el poder, tenemos que decir que la total y completa descalificación que del Gobierno Suárez lleva a cabo el citado documento no toma suficientemente en cuenta, a nuestro juicio, la complejidad de la situación.
La historia nunca está escrita de antemano. Gran parte de las fuerzas sociales y económicas que apoyaron al franquismo buscan una nueva orientación; y una institución como la Iglesia, que jugó durante la guerra civil un papel decisivo a favor de los vencedores, ha transformado espectacularmente su proyecto político. Por supuesto, el aparato del Estado no es un instrumento ciegamente obediente a los mandatos de esas fuerzas; pero tampoco es un monolito coherente y autónomo, y hasta su interior se filtran los cambios sociales e ideológicos producidos en su derredor.
De poco vale enunciar alternativas si las condiciones para su realización resultan inencontrables. La prueba sobre la virtualidad de la reforma corresponde a quien la promueve, no a quien se beneficie de ella. Cuando se trata de hacer política a corto o medio plazo, antes de discutir si un programa es deseable hay que examinar si es posible. No parece por eso sensato descartar por completo la viabilidad de que las transformaciones en el interior del sistema abran el camino hacia la democracia. La empresa es difícil, pero no imposible. Al Gobierno Suárez no hay que extenderle un cheque en blanco -a ningún Gobierno se le debe extender-, pero tampoco condenarlo de antemano-. simplemente se le debe exigir que cumpla las promesas contenidas en su declaración programática, entre las que figura negociar con la oposición -con la oposición verdadera, y no con un puñado de jóvenes díscolos- el proyecto mismo de la reforma.
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