El referéndum
EL REFERENDUM parece un tema prioritario en las preocupaciones del nuevo Gobierno. Se dice que las tesis defendidas al respecto por Carlos Arias no son las que han de regir la actitud del Gabinete Suárez, y en círculos políticos (ver EL PAIS de 10 de julio, primera página) se habla de la muy pronta convocatoria de un «referéndum prospectivo» que avale a la Corona y al propio Gobierno para llevar a cabo las reformas políticas necesarias.El referéndum, como mecanismo de consulta popular, puede ser un instrumento válido para conocer la voluntad de los ciudadanos y someter directamente a su decisión la resolución de cuestiones trascendentales que trazan duramente el rumbo de la comunidad política. Mas para desempeñar, democráticamente, esta función -y no convertir la consulta en una farsa totalitaria- ha de sujetarse a determinados principios y cumplir ciertos requisitos.
En primer término, el principio de igualdad de oportunidades que opera como garantía de que la decisión popular se tomará con conocimiento de causa, es decir, previa exhaustiva y libre discusión pública del significado y contenido de la consulta, de las opciones implícitas en ella -el sí, el no o la abstención- y de sus consecuencias políticas.
En segundo lugar, el principio de neutralidad del Estado y de las autoridades públicas que garantiza, en términos reales, la igualdad de oportunidades y asegura que lo que, en verdad, se persigue a través del referéndum es conocer la voluntad del pueblo y no forzar una legitimación democrática -que sería, por otra parte, puramente aparencial- en beneficio de una persona, de un Gobierno, de un partido, de una política o de una ideología particular.
Ambos principios, a la hora de su concreción, se despliegan en un conjunto de requisitos de gran importancia práctica:
De una parte, los medios de comunicación social, y muy especialmente los controlados y subvencionados por el Estado, deben estar abiertos con libertad y en igualdad de condiciones a todos los partidos políticos para que expongan sus puntos de vista y razonen sus respectivas posturas. El Gobierno, a este respecto, no debe gozar de ningún privilegio que le confiera especiales ventajas.
De otro lado, la propaganda oficial debe ir orientada, no en defensa de una opción determinada, sino exclusivamente a propiciar que los ciudadanos cumplan con su deber cívico de participar en el referéndum y emitan libremente y en conciencia su voto. Ello no significa en modo alguno que el Gobierno no pueda hacer su propaganda y adoptar una determinada actitud. Significa, únicamente, que las autoridades públicas no deben prevalerse de sus cargos para favorecer la opinión gubernamental y que, consecuentemente, la financiación de la propaganda, o se cubre para todos por igual con fondos públicos, fijando unos límites de gastos electorales y unos criterios de reparto, o no se cubren para nadie con recursos de esa naturaleza . Lo que resultaría inadmisible es que el Gobierno, con medios aportados por todos los contribuyentes españoles, defienda en el referéndum una respuesta con la que muchos de esos mismos españoles pueden estar radicalmente en desacuerdo.
Finalmente, un referéndum democrático, como consulta electoral que es, debe estar rodeado de todas aquellas garantías propias de unas elecciones libres: libertad de reunión para organizar discusiones públicas, mítines y manifestaciones contrarias o favorables al proyecto o cuestión que se somete a la decisión popular; libertad para y protección de toda propaganda, cualquiera que sea su orientación; libre nombramiento de interventores en las mesas electorales por los partidos políticos con facultades de control sobre la emisión del sufragio y la verificación del escrutinio y, por último, sistema de recursos ante los tribunales de Justicia para impugnar los posibles fraudes y abusos electorales.
Este panorama de exigencias ineludibles plantea, como es natural, un difícil interrogante: ¿es posible un referéndum democrático organizado por un Estado que todavía no es democrático? La lógica política y la experiencia misma suministran inevitablemente una respuesta negativa. Pero ni la lógica ni la experiencia descartan por principio la excepción, y en momentos de transición como los que vivimos todo es posible. En cualquier caso, el referéndum, concebido como maniobra política, al estilo de un plebiscito más o menos totalitario, ni resolvería ni legitimaría nada. Por el contrario complicaría, y mucho, el tránsito a la democracia.
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