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Precaria situación de los museos

¿Sabe usted cuántos museos hay en España? Cerca del millar. Nuestro patrimonio cultural y artístico, cual cumple a un país de probadas credenciales históricas, constituye, teóricamente, todo un privilegio universal, aunque en la práctica lo sea en sentido críptico o por enigmática vía de ocultismo (el sótano y el desván albergan buena porción de tesoros), ya que no a favor de las artes y los oficios de la conservación.¿Tiene usted noticia del censo oficial de los conservadores de nuestros museos? Deseche de antemano toda idea de paridad y remota equivalencia entre edificios, obras y documentos a cuidar, y el número de los cuidadores. A los 49 de nómina agregue otros 18 que acaban de ganar plaza, sin que todavía hayan tomado posesión y ejercido titularidad, y llegará a la consecuencia de que la desproporción entre los 67 conservadores y los bien colmados novecientos museos raya en lo irrisorio.

Se me dirá que hay museos y museos, correspondiendo a unas u otras fuerzas vivas su cuidado respectivo, por más que ciencia y empleo de los conservadores hayan de ser idénticos en cualquiera de los casos. Solamente 67 son del Estado o dependen del Ministerio de Educación y Ciencia, quedando los otros en manos de la Iglesia, municipios, diputaciones, fundaciones..., y otras entidades de ascendencia variopinta. Ni siquiera con la pronta incorporación de los 18 neoconservadores se cubriría el cupo de los museos estatales. ¿Y de los otros?

Los museos y «el museo»

Desde aquí postulamos el remedio pertinente o remiendo perentorio, a tenor de esta razonable consigna: «Ningún museo sin conservador». Que no es pedir gollerías; es sólo previsión o evitación oportuna de que el día natural de nuestros conservadores no exceda las 24 horas (¿cómo velarían de otra suerte por el casi par de museos que atañe a cada uno de ellos?), y el deseo consecuente de que se provean las plazas, estatales y no estatales, con gentes capacitadas, que las hay, en los menesteres de conservación, prácticas de investigación y obvias exigencias pedagógicas.En la estimativa del común y en las explícitas atenciones de los sectores oficiales, museo, a secas, y museo del Prado vienen a ser la misma cosa. Unicamente el edificio que con otro destino a Juan de Villanueva, en el siglo XVIII, retrata la imagen museística por antonomasia, acapara la casi totalidad de las visitas, concentra todo un aluvión turístico (con sus muchos beneficios económicos y no escasos infortunios materiales y morales), hace suya la leyenda (¿en virtud de qué ley competitiva?) de albergar la mejor pinacoteca del mundo (para mal de otros fondos artísticos-culturales, harto abandonados) y resume honores y desvelos de la Administración.

La estadística arroja la elocuente desproporción de estos datos: entre julio y agosto de 1975 se dieron cita en el museo del Prado más de 300.000 visitantes, no pasando de 8.000 (la cuadragésima parte) los que acudieron al no lejano de Etnología. ¿Para qué iban a ir? No hay allí ni guías oficiales, ni carteles que expliquen con alguna claridad restos y legados, ni la más leve insinuación didáctica. ¡Y pensar que este destartalado museo contiene, casi virgen, uno de los archivos más importantes deI mundo, aun menguado a consecuencia de la guerra civil!.

Cruda paradoja

Conservación, investigación y orientación pedagógica, términos implícitos en la recta concepción de un museo, se hallan en los nuestros enconanadamente enemistados ¿Quién conservará, y con qué ciencia ecuménica, los provinciales de Bellas Artes (que incluyen arqueología, etnología y costumbres populares), preceptivos por ley y abandonados por costumbre o para mayor gloria del del Prado? El que, de otro lado, se arriesgue a la investigación lo hará por su cuenta, como a hurtadillas y bajo condición poco menos que mendicante. El divorIcio, por último, entre Museo y Universidad está a la vista, sin que corran mejor suerte los demás niveles escolares y la exigencia educativa del pueblo en general.Ni hay Escuela de Museología (aunque una ley del año 33, que no creemos abolida, la instituyera oficialmente), ni paliativo que cubra o sucedáneo que aúne las más elementales labores de investigación, conservación y enseñanza. Queda el estudioso a merced de su sola vocación o bajo la espada de Damocles de la eventualidad, y el visitante, al amparo de lo que le cuente el espontáneo cicerone (correlato imnprobable, ante ciencia tan compleja y dispar, de un Leonardo da Vinci, redivivo y multiplicado).Y entretanto, persiste la cruda paradoja de cientos de especialistas titulados, que en vano buscan museos, y de cientos de museos que reclaman vanamente el concurso de especialistas titulados.

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