Los militares se protegen con formas civiles
El Consejo de la Nación, creado el pasado domingo en Uruguay con amplias potestades legislativas y constituyentes, «está por encima de todos los órganos capitales, en la cúspide de la estructura estatal», según señaló el presidente del organismo, Aparicio Méndez, en el discurso de apertura del organismo. El Consejo, integrado por 25 consejeros de Estado y 21 militares miembros de la junta de oficiales generales, deberán en el plazo de 60 días, proceder a la designación del nuevo presidente de la República. Las atribuciones del nuevo organismo fueron establecidas en el Acta Institucional número 2, aprobada por el presidente Demicheli pocas horas después dé asumir la primera magistratura en sustitución de Juan María Bordaberry, el pasado 12 de junio.«Las Fuerzas Armadas han preferido encubrir su acción tras un gobierno civil, que tenga algún ropaje institucional», se comentó tras el relevo del presidente Juan María Bordaberry. También se dijo que los jefes militares uruguayos no asumieron la plenitud del poder político por causa de sus divisiones intemas.
Sin embargo, ninguna de estas afirmaciones puede explicar plenamente por qué las Fuerzas Armadas del país han decidido seguir compartiendo con el gabinete civil del depuesto mandatario, y con el Consejo de Estado, la conducción del «proceso revolucionario».
Tampoco revelan por qué son los militares quienes auspician una salida «aperturista», quienes anuncian límites y plazos para una gestión que pudo acabar de nuevo en la dictadura castrense. Dar respuesta a todas estas interrogantes no es tarea fácil. Pero la actitud de los jefes militares no podrá entenderse jamás si previamente no se admite un hecho clave: el pueblo oriental profesa un respeto casi religioso por las formas democráticas de gobierno y reconoce y acepta como un dogma la misión de los partidos políticos.
Tampoco puede desconocerse que si bien la mayoría de los oficiales superiores no han dudado en denunciar y combatir el caos y la corrupción política, han reconocido que «no puede trasladarse a todo el sistema la responsabilidad de errores y desviaciones personales».
En ese contexto de filosofías y sentimientos, no resulta extraño que los militares no hayan visto surgir en este siglo ningún líder carismático, indiscutido y ambicioso, que acaudille y arrastre a sus camaradas a una aventura golpista.
Y si bien es cierto que esas Fuerzas Armadas han rehusado deliberadamente asumir el poder para desarrollar su acción a la sombra de un gobierno civil que aporte al régimen la fachada institucional, no puede olvidarse que poco después de relevar al jefe de Estado, los mandos renovaron su compromiso con el sistema democrático, y aseguraron que una de las «formas auténticas de expresión» de la soberanía «es el voto popular».
Tienen aún más valor las promesas de impulsar y plebiscitar una reforma constitucional, de programar una gradual apertura política, de rehabilitar las actividades sindicales y despolitizar el ejército y la policía.
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