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Tribuna
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Miseria de la filosofía

Uno de los escándalos, tanto más desolador cuanto menos insólito, que depara la historia de la Filosofía, inseparable en tantos puntos de la biografía de los filósofos, consiste en la colaboración de éstos con poderes políticos brutal, criminalmente opuestos a la «sabiduría», a la proyección de una «vida justa». El escándalo es, además, irritante, cuando su motivo no es el del todo palmario, sino que hay que entreverlo, desvelarlo, porque el filósofo en cuestión más que colaborar con tal poder, se dejó manipular, por él. Y ése resulta ser el grave caso de Martin Heidegger en sus relaciones con el nazismo, o más precisamente en las que tuvo el nazismo con él. El gran filósofo -dicho sea sin asomo de ironía- ayudó activamente poco al régimen de Hitler, pero sí que contribuyó a su credibilidad.Si Heidegger era consciente del entramado de su pensamiento, debió entonces haber tenido buen cuidado (Sorge) de obturar a tiempo los agujeros en los que apetecieron poner su excremento los pajarracos gamados. Cuando éstos extendieron sus alas mortíferas, el profesor de Friburgo era ya un maestro. Entre sus doctrinas, sirvió de cebo, inevitablemente, la de «pensar en el origen», puesto que el pintor de brocha gorda, clasista recién llegado que llamaba alteza real a calesquieras alcurnias rurales, se reclamaba por ello de procedencias teutónicas ancestrales. (Pídase a la actual princesa de Hohenlohe, nacida Iturbe, vivo fragante, testimonio al respecto. Y de ahí, la afición wagneriana de don Adolfo, tan explicado hoy por la nuera, que aún colea, del gran músico -dicho sea también sin adarmen de guasa).

Otro cabo, desde luego que filosóficamente menos noble: Heidegger publica en 1934, y en una hoja de combate de los nacional-socialistas, un artículo que se titula «Por qué permanecemos en la provincia». Se propugna en él una agrarización, ruralización de la filosofía que, indudablemente le vino al pelo, espeluznante crin de Dachau y de Ausschwitz, a los programas hitlerianos en favor del sano pueblo alemán, programas que conllevaron la exterminación de millones de judíos, «poco sanos y nada alemanes».

Nada obliga a suponer que Heidegger quisiera, con indoctrinamientos semejantes, promover catástrofes humanas como las que ordenó quien le nombrara primer rector no elegido por su claustro, sino designado digitalmente desde la Cancillería del Reich, de la Universidad de Friburgo. Pero, ¿y después?, ¿y después?, ¿inmediatamente después? No es retórica la acumulación de interrogaciones, porque no hay énfasis que satisfaga a los exilios (Brecht, Adorno, Schoenberg), suicidios (Benjamin), asesinatos (Borilioeffer, por nombrar a un teólogo). Heidegger, después de haber hablado, cérvidamente en pro de la Alemania hitleriana, se retiró al silencio. Y lo que. es aún más escandaloso, «a su silencio de Siempre». Al del filósofo puro, cuya jarana política de una noche o semestre universitario, ornó de toga al dictador que «no desmontó y recompuso la lengua alemana», sino, que a base de alaridos -véase la película de Chaplin-, inarticulados, hizo trizas la fonética de Schiller, de Heine.

El escándalo que suscita este artículo tiene una fauce española. No hay en nuestros días, de cordíllera o llanura planetaria homodimensional, posibilidad alguna de filósofo puro. Platón reclamó para la memoria rango de nervio de la filosofía. Y la memoria es cómoda si nos atrae a sucesos lejanos; amarga terapéutica si nos remite a lo que acabamos de vivir. Heidegger, asentado en. la parlanchinería del ser, prediciendo futuros y evocando pretéritos impávidos, calló ante presentes que, mezclados de Socialismo, marxismo, de privilegiada inteligencia judía no ha merecido entre nosotros ocupar más. de una página de «Historias de la filosofia».

Ortega, con su altura filosófica, ostentó, que no detentó, el derecho a equivocarse. Su «razón vital» puede ser confrontada por los lectores actuales contra y a favor de su mejor saber y entender. Ahí está su grandeza. Si aún viviese suscribiría, ciertamente, esta sentencia de Adorno: «después de que millones de hombres inocentes han sido asesinados, comportarse filosóficamente como si aún hubiese algo inofensivo en la filosofía, sería una desvergüenza contra el valor civil filosófico. »

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