Mefistófeles, airado
El diablo ha sido un personaje muy alemán. De la teología pasó a la filosofía, como tantas ideas alemanas. Serenus Zeitblom, el pacato humanista del Doktor Faustus de Mann, reflexionaba inquieto: «Ia superioridad científica de la teología liberal no es discutible, pero su posición teológica es débil porque a su humanismo y su moralismo les falta la comprensión del carácter demoníaco de la existencia humana ( ... ). En el fondo, la tradición conservadora está mucho más próxima de la naturaleza trágica de la vida» (1). Y llegaba a asociar el irracionalismo filosófico (con su secuela de horror: el nazismo) a la presencia de lo demoníaco. Pero el demonio no estaba sólo en el irracionalismo; era más bien ubicuo. En aquella Universidad de Halle, nutricia de tanta y tan densa Cultura alemana, Zeitblom y su amigo Adrián Leverkühn (el gélido Fausto que pactará con el diablo, a mayor gloria del dodecafonnismo) escuchan a los teólogos, por primera sobre tan vasto símbolo de la dialéctica. Es sabido que Thomas Mann, amigo de Adorno, lo tomó por consejero musical para la composición del Doktor Faustus: Podemos presumir que, en la amalgama músico-metafísica de la obra, el autor de la Dialéctica negativa habrá puesto algo más que sugerencias estrictamente musicales.Es inevitable (hablamos de Alemania) que Goethe haya estado en el origen de esa coyunda entre el diablo y la dialéctica. Mefistófeles decía a Fausto: «soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto. existe es digno de irse al fondo. » Pero el Mefistófeles negador apuntaba un resabio de escepticismo mundano (ese mundanismo que tan poco gusta a nuestro católico José María Valverde, deseoso de diablos más serios) (2). Pues reconocía, al mismo tiempo: «soy una parte de esa fuerza que siempre quiere el mal y siempre hace el bien.» La negación no está llamada a triunfar. Es necesaria para que funcione todo, pero su afán demoledor se ve burlado por la negación de la negación, mediante la cual Dios y Hegel, astutamente conchabados, restauran la final positividad del sistema. La dialéctica acaba en reconciliación con la realidad: sabe que lo que hoy procede por contradicciones, pero su destino último sería la apología de todo resultado.
La dialéctica negativa, de Theodor W
Adorno.Madrid. Ed. Taurus, 1975.
Trampa
Adorno toma su argumento, donde Mefistófeles se resigna. Conviene en que «todo cuanto existe es digno de irse al fondo»; estima, sin embargo, que el sueño (sistemático) de reconciliarse con la realidad es una trampa de la propia realidad. La realidad, inconciliada ella misma -mala ella misma-, intenta adormecernos en el opio del reconocimiento de lo que hay, promovido a sabiduría. Adorno reniega de tal sabiduría (el porqué es otra historia). Piensa que la tarea de la dialéctica es negar siempre, si no quiere rebajarse a ser idealismo objetivo (esa Weltanschauung de burócrata), y colaborar en el asesinato de la libertad. El elemento en que respira la dialéctica negativa no es el sistema (glorificador de lo dado), sino una entidad equívoca que Adorno se complace en llamar lo concreto.
Generalidad
Cuando habla más en general (pues la concreción de Adorno no rehúsa la generalidad: la dialéctica negativa tiene su problemática y hasta sus categorías), Adorno parte de algo concreto (para poder negar algo desde el principio), a saber: Heidegger y la «ontología fundamental». Ello no deja de ser enfadoso: el resultado es que Adorno parece considerar la ontología hedeggeriana como la ontología tout court: antonomasia del parloteo inútil, represor, acerca del ser en general, más allá de toda determinación. La crítica a Heidegger es, desde luego, muy brillante. Pero, ¿por qué toda ontología habría de ser acrítica y conformista? Sin salir de la tradición alemana, una discusión con N. Hartmann (donde hablar del ser no es siempre dictar decretos sobre el ser; donde la negatividad está recogida) no habría sido inútil. En general, Adorno parece desdeñar las posibilidades del noúmeno kantiano: no afirmación imperialista de objetividad, sino techo negativo, crítico él mismo, de la idea de absolutez sistemática. La enemiga de Adorno hacia Heidegger y la jerga de la autenticidad (3) procede por sinécdoque contra toda ontología que pretende exposición fundada. Pero si la fundamentación incluye el reconocimiento crítico del pluralismo originario, puede en efecto ser crítica, sin por ello renunciar nihilísticamente a cierto entendimiento sistemático (sin cesar deshecho y rehecho) del mundo real. Entre nosotros, los Ensayos materialistas de Gustavo Bueno han mediado, precisamente en esta misma problemática. La disyunción exclusiva entre libertad especulativa o servidumbre ontológica no parece haber probado aún, pese a todo, que tertium non datur.
Lugar de lo difuso
Y está, de otra parte, lo concreto. Adorno brega aquí, sin duda, con su Hegel: admirado y repudiado. Lo más parecido a una definición de lo concreto es, a lo que he visto, esto: «la filosofía cristaliza en lo especial, determinado espacial y temporalmente» (p. 142). Pero esa determinación espacio temporal es el lugar de lo difuso. Si el concepto mediador es tan necesario al conocimiento como la inmediatez (la filosofía, a pesar de todo, no es para Adorno arte), ¿en qué manera lo concreto espacio-temporal sigue siendo concreto tras la mediación? El fantasma de que lo concreto es más bien lo que la gente llama «abstracto» nunca queda definitivamente conjurado. Adorno se resiste a la conceptuación del algo: a su inclusión represora en una jerarquía de pensamiento.
Discutido
Es deplorable que marginemos tanto análisis sutil: por ejemplo, tantas páginas sobre Kant y Hegel que, más o menos discutibles, son ya antológicas. Adorno merece, ciertamente, ser discutido; tampoco de él puede decirse que «la sandez es su fuerte». Con todo, y salvando todas las distancias culturales que haya que salvar, creo que su opción en pro de la negatividad y lo concreto funda su persuasión en algo relativamente simple: el pensamiento universalizador, sistemático y positivo capta lo que hay, pero lo capta porque lo que hay es malo, y así ese pensamiento es mentiroso a la vez que verdadero. Lo que hay es gigantesca desdicha: el pensamiento objetivador quiere justificarla. Adorno apuesta, al modo frankfurtiano, por la felicidad, En este sentido, su libro es una muy cultivada manera de decir, a lo divino, lo que viene diciendo en los últimos años tanta juventud (o desesperada madurez) neoizquierdista. Pero la cuestión está en si se trata de la felicidad, cuando se trata del mundo. Quien piense en el espíritu subjetivo como logro absoluto, dirá que sí se trata. de eso. Quien (con mayor conformismo, o realismo, o pesimismo, o lo que sea) piense que la realidad pasa por encima de los deseos, dirá que se trata de otra cosa.
Tragedia
Toda dialéctica (la «tradicional» incluida: la de la «negación de la negación») ha sido siempre trágica, vista desde las aspiraciones del individuo, y también de la sociedad, «diabólicamente» inmoladas en el «altar de los sacrificios» de la Historia. La libertad de Adorno ha de ser igualmente inmolada, y él lo sabe: la «tarea infinita» de la dialéctica es una tragedia infinita. Cabría decir que lo de «tragedia» es denominación extrínseca: en lo que hay no hay bien ni mal. Probablemente esta última declaración sería llamada burocrática (que es la manera en que hoy suele decirse «estoica»).Mefistófeles se irrita ahora contra Dios; se horroriza ante el «bien» que resulta de su pretensión de hacer el mal: quiere negar, y sólo negar, a fin de ser libre. Fausto podría responderle, acaso con más razón aún que en el texto goethiano: «ahora conozco tu lúcida misión: nada puedes destruir en grande y la emprendes con lo pequeño».
Babelia
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