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Verdi en sus años de "Galera"

«Después, de Nabucco no he tenido, se puede decir que ni una hora de tranquilidad. Dieciséis años de galera». Así se lamenta Verdi en una carta de mayo de 1858, si bien ,los especialistas verdianos, como Mario Rinaldi, limitan ese periodo de angustiosa y urge * nte actividad creadora. En realidad se trataría, principaImente, de un lustro (1844-1849), tras el cual las cosas discúrrirían de distinto modo, aun cuando a veces reaparecies el agobio producto del éxito. Durante el aludido quinquenio, el músico parmesano escribe nueve óperas: I due Foscari, Giovanna d'Arco, Alzira, Attila, el primer Macbeth, I Mesnadieri, Jerusalem, II Corsario y La baitaglia di Legnano.

Librestiata de I due Foscari y de Atila es Temístocles Solera, quien ya había trabajado para Verdi en Oberto, Nabueco y Los lombardos. Personaje, el tal Don Temistocles, que merecería un libro entero escrito en español y al no existir Valle-Inclán pienso que podría hacer las delicias de Camilo José Cela.

-Entré otras aventuras.Solera Jugó fuerte en la corte de la reina Castiza; tras un lance público en defensa de la mujer y de la soberana recibió de Isabell II prebendas y distinciones y de no ser nadie pasó a dirigir el teatro del pálacio para convertirse luego en embajador de España en Lisboa. En Madrid crearía para Emilio Arrieta loe libretos de II degonda y La conquista de Granada.

Curioso tipo humano no fue, sin embargo, gran dramaturgo, lo que se advierte pronto en este Attila que ahora ha vuelto a nuestra capital y que tan poco debió gustar en su momento ya que nuestro Real, a lo largo de su historia, lo puso en escena tan sólo ocho veces. En principio, entre Solera y Verdi consiguen darnos una extraua imnpresión del caudillo bárbaro. -¡Gran persona este Atila, feo, sentimental y casi gran católico -como el personaje de don Ramón del Valle-! Capaz de caer en las peores y más crueles trampas por culpa de su exacerbado sentimentalismo, su veneración al Papa León I, y el terror que puedan producirle ciertos sueños, el pobre Attila muere a manos de Odabella cuando cree que, al fin, va a conseguir la gracia de su amor y de su matrimonio.

En suma, una ópera como Attila, representada tal como la acabamos de presenciar en el Teatro de la Zarzuela, se nos antoja algo fascinante, no ya por camp sino, casi, como algo que cae dentro de lo surrealista. Después de aplaudir las actuaciones de unácompañía, estable y puesta al día en lo escénico, tal la de Varsovia; el público reaccionó ante un montaje vetusto, una regie de anciana raciedad, unos vestuarios y atrezzo pintorescos. Como los pentagramas verdianos, sobre serle, inhabituales, tampoco constituyen un ejemplo dentro de la genial obra del autor de Falstaff, el respetable -al menos aquella parte, que no supo mirar las cosas con cierta ironía o piensa que no paga localidades caras para realizar experiencias irónicas-, protestó.

De cuando en cuando, en Attila aparece Verdi, tanto en lo vocal como en lo instrumental. Ese Verdi amigo de un heroísmo risorgimentista en el que la marcha militar y la dulce melodía se entremezclan. Un Verdi que, todavía, acepta el mundo melodramático acotado por Bellini y Donizzetti, aunque le añada un nuevo sentido del color o una más arriesgada utilización de la orquesta. Un Verdi que sabe explotar el coro como elemento teatral, presente o interno. En definitiva: un Verdi que, de vez en vez, mueve la linea melódica con nobleza, capacidad emocional, exacto, sentido de la y felicidad de invención latina.

A Verdi sirvieron con suave línea y belleza de color el tenor Francisco Ortiz; con la habitual abundancia de medios, que parece resistirse a la necesaria contención, Angeles Gulín; con voz brillante aún cuando no siempre igualmente bella, el barítono Robert Kerns, estupendo en cuanto a comprensión del estilo verdiano; con lírica gravedad, grandeza expresiva y magnífica línea, el bajo Ronaldo Giaiotti. De la escena ya hemos dicho.

El asunto no da más. La calle de Jovellanos y no es «de Varsovia» como días atrás, sino de Madrid. El montaje de la ópera como azar puede dar resultados de calidad, como tantas veces se alcanzaron en los años de Festival-, y puede no darlos para quedarse en conjunto mediocre del que sobrenadan las individuaIidades. Lo difícil, por no decir imposible, será Iograr aquello que sólo la continuidad y el hábito proporcionan.

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