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Un arco y una clave

En ocasión primordial como la que hoy nos pide la palabra no puede el cronista perderse en el pequeño análisis nuestro de cada día. Hay que escribir sin ignorar que hoy abrimos protocolo para registrar, esto es, para ayudar a construir el siglo definitivo de nuestra convivencia pacífica e inédita.Adentremos, pues, la mirada sin eludir la circunstancia. Marchamos, aunque no francamente, hacia la democracia; que no es sola mente un régimen o un cambio si no por encima de todo. una actitud nacional sentida y pactada hacia la convivencia en libertad y sin exclusiones. Actitud sentida, que ya tenemos: porque el pueblo es pañol, que hace cuarenta años quería la guerra civil como salida, exige ahora la convivencia democrática como futuro inmediato. Objetivo pactado: eso es lo que nos falta. Se habla mucho de pactos; pero para el sometimiento, si los dicta el Poder; para la rendición incondicional, si los sueña el sector más decidido de la oposición. Mientras el pueblo y los pueblos de España, en medio de la doble intransigencia, que es coraza de impotencia, persisten, según frase de Pío Cabanillas, en «el milagro continuado de la espera».

Ni el conmovedor retorno -conmovedor, movedor de la comunidad- de esos providenciales senadores de nuestra experiencia suicida, don Claudio, don Salvador, don Rodolfo, parece sacudir la inercia enfrentada de nuestros políticos" Recae la culpa principaíl en quienes detentan -sólo detentan- el Poder. Que son, en esencia, los mismos de siempre; un siempre que viene de muchos más años que los reiterados cuarenta, que enlaza con los tres siglos absolutos del antiguo régimen a través de conservadores y moderados. Porque casi toda la intransigencia de los otros se debe, esperemos, a su secular marginación, a lo corto y entrecortado de su experiencia en el mando, al súbito, sangriento y desproporcionado castigo histórico que se abatió, durante dos siglos, sobre sus innegables errores de simplificación.

Por eso debemos hoy concentrar nuestra exigencia de responsabilidades políticas hacia el futuro, y no principalmente -escaldados estamos- hacia el pasado; hacia el Poder, que chirría y vacila más que hacia una oposición que recaba, razonablemente, el derecho a sus primerizas, inevitables costaladas.

El Poder, de acuerdo con el lamentable y lamentado discurso del señor presidente, no parece muy de acuerdo con la opinión pública expresada por la Prensa predemocrática. Hay cosas que, por supuestas, ni se dicen y conviene apuntar hoy.

En la cumbre teórica del Poder está la Corona. Hay un acuerdo general en que la Corona es, en la zona del Poder, el motor para la democracia; fórmula feliz del señor Areilza. Esto, junto a la innegable aceptación popular de la Corona, de los Reyes, es un enorme capital político respetado, con loable patriotismo y paciencia, por la propia oposición al régimen sistema.

El timón de la reforma democrática es doble: la Presidencia del Gobierno -evidentemente empujada desde el grupo reformista del Gobierno- y la Presidencia de las Cortes. Dos timones y quizá dos derroteros; uno y otro lastrados pesadamente por dimensiones personales. Uno y otro timonel han exteriorizado, en historia reciente más ratificada que desmentida hoy, actitudes no democráticas. Su actual orientación democrática puede estar dictada por explicables razones, desde la lealtad a la oportunidad. Pero no es una actitud vivencial, ni excesivamente creíble. Ni, lo que parece peor, coordinada.

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Después, el Gobierno. Que congrega a una serie inconexa de personalidades muy conservadoras; que en cuanto Gobierno es solamente conservador. Que fuera de tal coincidencia genérica no es un Gobierno. Su hoy desmedrado sector reformista sólo podría cumplir los fines de su presencia si representase inequívocamente a las exigencias reformistas de la opinión y si consiguiese, en tan alta instancia, el poder que ahora no posee. Minado el camino de los fines nacionales, los reformistas del Gobierno parecen refugiarse hoy en los fines políticos personales. Pésimo remiendo.

Las instituciones y las regiones completarían el marco de la incertidumbre. Las instituciones del antiguo régimen perviven y cierran cada vez más el cuadro no por su fortaleza sino por la presión de sus fantasmas, sobre la indesión y la incoherencia del Poder. Las instituciones medulares, en cambio, están a favor del futuro. La Iglesia ha efectuado a tiempo su reconversión democrática. El Ejército no ha anulado aún sus recelos; pero vive políticamente mucho más cerca del pueblo que de los fantasmas. Las regiones son una realidad absoluta, creciente; el encono de sus problemas depende mucho más del vacío de imaginación y decisión en el Poder que del propio horizonte interno. Necesitan, antes del diálogo, un reconocimiento más que verbal, más que cultural; y después una política que intente la dificilísima tarea de convertir el desvío de los recelos en torneo de comprensiones.

En resumen de cuatro meses:- la -Monarquía, empeñada enjugar sin riesgo, no ha logrado bazas decisivas; pero conserva casi todos los triunfos, ha cuajado la transición cronológica en su seno -ahí es nada- y ha conseguido impedir el juego contrario por farol. Tiene ahora que convertir en partícipes a muchos mirones y repartir, cuanto antes, cartas" nuevas. No es metáfora. Como se hartó de repetir, durante su última estancia, el profesor Linz, tenemos entre manos todo el futuro de España; pero además un arco y una clave para el futuro de Occidente. Y Europa, por primera vez desde 1808, está, en el fondo,. con nosotros.

Quizá porque adivina, mejor que nosotros, que la alternativa a la democracia occidental no es aquí la democracia popular todavía, sino una forma nueva y pelígrosísima de dictadura.

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