Nadal, una mente maravillosa forjada bajo un método no tan simple
La elevada exigencia de su tío Toni esculpió desde la infancia a un competidor que supo evolucionar y adaptarse, pulido en el tramo final por su ídolo Carlos Moyà
El método Nadal ha sido inspirador para escuelas y universidades, aplicado también en sesiones de formación de empresas e investigado por aquellos que intuían detrás de todo una fórmula sofisticada y compleja, delicados equilibrios, teorías enrevesadas. Nada más lejos de la realidad. Suele simplificar su tío Toni, mentor del campeón y origen de la epopeya: “El secreto es que no hay secreto; el tenis consiste, básicamente, en pasar una bola más que el rival”. Y de ese modo, partiendo de esa premisa tan aparentemente simple —que de eso nada—, su sobrino fue interiorizando un ideario tan pragmático como exigente que ha ejecutado a rajatabla hasta la recta final. “A nosotros nos funcionó, pero eso no significa que sea válido para los demás”, precisa el preparador, que percibió en ese niño dócil e “hiperactivo” una capacidad fuera de lo normal para hacer frente a la hostilidad, sobreponerse a las adversidades y aceptar el mensaje: a mayor sufrimiento, mayor gloria.
“Rafael tenía la obligación, inculcada por mí al principio, asumida por él después, de no quejarse jamás”, detallaba el técnico en un artículo publicado en este periódico en 2022, titulado La imprescindible escuela de la dificultad. En el texto, el tío ofrecía las líneas maestras de su metodología; esto es, trabajar más de lo previsto, hacerlo con buena cara, tener paciencia y siendo el alumno consciente de que las cosas no tenían por qué salir necesariamente bien. “El que haya habido esta persona que me ha exigido tanto siempre ha sido decisivo para mí”, contaba Nadal en un encuentro con EL PAÍS, en 2017. “Pero, luego, él también se ha encontrado con una persona que ha aguantado muchas cosas que quizá otras no hubieran podido, porque yo respondía”, matizaba el tenista, muy agresivo en su etapa de desarrollo y más contemporizador después, conforme iba escribiendo la leyenda.
“Su pelota te arrollaba, era muy pesada. No había forma de contener ese golpe y desde el punto de vista mental fue comiéndome. Era un crío serio, pero ese día ya conectó con la grada y no pude hacer nada”, describe Ramón Delgado, la primera víctima del mallorquín en el circuito profesional. Se inclinó en Mallorca, 2002. El paraguayo habla de un “portento físico” que discutía todos los puntos e imponía una velocidad de bola impropia de su edad, 15 años; de la “sensación de impotencia” que experimentaron muchos otros. Ninguno como Nadal en el territorio de lo psicológico. En cualquier caso, su relieve como jugador va mucho más allá de lo mental, porque a la coraza y el dinamismo exhibido hasta la treintena, le añadió después un registro rico en matices y una evolución técnica y táctica evidente. Cerebral y estratégico, muy inteligente, debatió de la primera a la última bola con sobrados argumentos y supo aclimatarse a un entorno de pistoleros pese a ser un tenista de corte más bien clásico.
Pocas definiciones más gráficas que la de Andre Agassi: “Nunca asumió ningún riesgo que no pudiera asumir; si alguna vez lo ha hecho, ha sido porque le han obligado a ello. Siempre ha encontrado la manera de hacer lo que tiene que hacer, dentro de un partido, de un punto, de un golpe. Ha controlado su destino minuto a minuto, desde que entró en esto”. Y se une al elogio David Ferrer, ganador de 27 títulos y finalista de Roland Garros. “Aunque la esencia sea la misma, el Rafa del principio es muy diferente al del final. Vemos una curva claramente ascendente. Ha sabido crecer, añadir herramientas y adaptarse a los nuevos tiempos, ir encontrando soluciones sobre la marcha para ser igual de competitivo. Las lesiones y la edad le han obligado a reinventarse y a ir introduciendo matices en el juego, y no muchos lo consiguen. Hay que ser muy bueno para eso. Siempre se ha dicho que es un jugador muy físico, pero es un tenista extraordinario que ha sabido madurar sin perder su estilo”, apunta el valenciano.
Hasta 5.000 revoluciones
A lo largo de su trayectoria, Nadal ha tenido que lidiar con el mito del pasabolas y la idea de que era un jugador reservón que prefería ceder la iniciativa y confiar en que la erosión terminara decidiendo los partidos. Sin embargo, su tenis no ha dejado de enriquecerse y con el paso de los años ha ido exponiendo una versión más punzante y definitiva, más acorde a lo que demanda el patrón moderno. “¿Pasabolas? Me importa un bledo; nadie en su sano juicio puede decir tal barbaridad. Me río más que me molesto. Si pasas una bola más, al final ganas. Decir eso es una descalificación, y si te dicen que eres un cañonero y que solo sabes sacar, también lo es. Esto es deporte y el objetivo final es llegar a tu máximo, ya sea jugando agresivo, defensivo, al contrataque o haciendo saque y red”, respondía a este medio durante una charla en 2018, al día siguiente de su undécima conquista en Roland Garros.
Aunque la tierra sea indiscutiblemente su hábitat ideal, Nadal se amoldó con maestría al cemento —la superficie dominadora, el 80% de la temporada— y acabó disfrutando del césped, donde hizo gala de un magnífico despliegue en la malla, especialmente en su veteranía. A su fuerza en el tiro, su movimiento de pies, su potencia para abarcar terreno y su temible drive —hasta 5.000 revoluciones, el doble que el promedio habitual— le incorporó una mejora muy reseñable con el revés y un agudo sentido táctico en la interpretación de los encuentros. Contribuyó durante esa etapa final la valiosa aportación de Carlos Moyà, el ídolo, el amigo, el confidente. Asistente de buen olfato. El exnúmero uno supo cuándo forzar más o menos, asesorar con acierto —frenando cuando procedía, pese a las ganas y el ímpetu— y acompañar al hombre que ya había dejado atrás al veinteañero. Nadal ya no era aquel Rafel. Ni mejor ni peor, sencillamente distinto.
“Enseguida te das cuenta de la grandeza de Rafa, y de todo lo que conlleva estar con él”, contestaba poco antes de relevar a Toni en el banquillo. Lo ocupó oficialmente en 2018 y, junto al nuevo entrenador, Nadal perfiló su servicio para amortiguar el daño en las rodillas y continuó ganando repertorio. La templanza de Moyà, su profundo conocimiento de los rivales y de las circunstancias físicas y emocionales que envolvían a su jugador —tuvo que retirarse a los 34 años, en gran medida por una artrosis que arrastraba en el pie izquierdo desde los 20— supusieron un refugio ideal en dirección a este irremediable adiós que ahora, 23 años después de alzar el vuelo, se confirma.
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