La imprescindible escuela de la dificultad
Sería bueno que nos preguntáramos si con el modelo actual estamos formando correctamente a nuestros jóvenes. ¿Por qué actúa así Rafael? Sencillamente, porque aceptó la exigencia
Durante estos últimos días y a raíz del aclamado triunfo de mi sobrino en el Open de Australia, he leído y escuchado repetidamente un sinfín de elogios dirigidos a su persona. En muchos de ellos se hacía referencia a su fortaleza mental, a su demostrada entereza ante las dificultades y a su capacidad de sobreponerse después de situaciones muy adversas. Muchos son los que se han preguntado cuál es la razón de todo ello e, incluso, algunos se han atrevido a dar alguna explicación. Yo, algo conocedor del particular caso que nos ocupa, formaré parte de estos últimos.
Sin ningún ánimo de estar en posesión de la verdad absoluta, intentaré explicar las claves que, a mi parecer, hacen que Rafael responda así ante estas situaciones y que esto resulte tan singular en los momentos actuales porque, evidentemente, lo que hace admirable el hecho, por encima de todo, es su excepcionalidad.
En muchas ocasiones me he preguntado, no tanto por qué él es capaz de actuar así, si no por qué no lo hace de esta misma manera la mayoría de la gente que aspira a conseguir algún logro importante en su vida. Yo entiendo que cuando uno toma una decisión así asume la dificultad y el reto que todo ello conlleva, y presupongo, a su vez, que estará interesado en hacer todo lo necesario para alcanzarlo. De ahí mi sorpresa cuando constato que eso no sucede de forma habitual. Y mi creciente desazón cuando comprendo que ese modo de actuar se da en todos los ámbitos y no solo en el tenístico o deportivo.
Toda vez que esto es así, a mi modo de ver, sería bueno que nos replanteáramos nuestros principios y que nos preguntáramos, como mínimo, si con el modelo actual estamos formando correctamente a nuestros jóvenes y si les ayudamos a afrontar con garantías su futuro.
En un pasaje del ensayo La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa escribe: “¿Qué quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo donde el primer lugar en la escala de valores vigente lo ocupa el entretenimiento y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”. Y añade que ese ideal en la vida es perfectamente legítimo pero advierte, también, de sus inesperadas consecuencias, y continúa: “De ese modo, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia pasó a ser para sectores sociales cada vez más amplios de la cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional”. Y yo añadiría que esto tiene consecuencias contrarias, si no devastadoras, para una buena formación del carácter.
Esto que describe el escritor peruano-español no ha empezado ahora, es donde hemos llegado en un proceso de declive que empezó unas décadas atrás, pero sí se ha agudizado enormemente con el mundo tecnológico actual y con el buen empeño que en ello ponen ciertos dirigentes necesitados del favor popular y respaldados por un grupo creciente de población necesitado de pensar que está contribuyendo a crear un mundo ideal y de alardear de su gran corazón, de su excelsa corrección y de su singular empatía. Y así, paulatinamente, hemos logrado desdeñar todo lo que exige esfuerzo o que nos incomoda mínimamente.
En mi amplia experiencia dentro de la formación tenística he ido comprobando cómo se han acentuado en los jóvenes la frustración, el hastío y el abandono enseguida de algo que les turba o no les sale inmediatamente como desean. Las nuevas generaciones necesitan en una medida cada vez más creciente que los entrenamientos sean divertidos, que las recompensas sean inmediatas y que se les aplauda el más mínimo avance.
Y volviendo al por qué Rafael se ha escapado a todo esto y es capaz de actuar como actúa, mi respuesta es sencillamente: porque se acostumbró a ello. No concibo otra manera de hacer. Nunca vi en un examen, al menos no me ocurrió a mí, que alguien pudiera contestar aquello que no había estudiado. Mi sobrino se preparó durante muchos años, prácticamente durante toda su vida, para afrontar la dificultad. Por eso, yo fui un entrenador muy exigente, poco complaciente, muy poco dado al halago y, por tanto, consecuente con el camino elegido.
Mi sobrino tenía la obligación, inculcada por mí al principio, asumida por él después, de no quejarse, de entrar en la pista cada día con buen ánimo, de aceptar que las cosas no salen bien de inmediato y de asumir la dificultad tanto física como mental. Él aceptó la exigencia, absolutamente todos los días de todos los años que entrenó conmigo, de entrar con buena cara en la pista, de no romper una raqueta (signo de desánimo), de entrenar más tiempo del previsto, de no quejarse jamás y de pegarle a la bola, cada vez, lo mejor que pudiera. Pero, sobre todo, de entender y aceptar que aunque hiciéramos todo esto, no necesariamente las cosas saldrían bien.
Él creció escuchando y, especialmente, asimilando toda una serie de frases que le repetí incansablemente: “Si no eres capaz de derrotar a tu rival, al menos no le ayudes a que él te venza”. “Hacer todo lo que toca no nos garantiza el éxito; no hacerlo, casi con toda seguridad, nos garantiza el fracaso”. “Cuando luchamos en una situación totalmente adversa, casi siempre acabaremos perdiendo; pero habrá un día que conseguiremos darle la vuelta a la situación. Y ese día justificará todos los anteriores”. “Es muy difícil dominar la pelota si tú no eres capaz de dominar tu voluntad”. Todas estas frases, y algunas más, Rafael las interiorizó y las aplicó constantemente.
A veces, me han atribuido cierto mérito en la forma de actuar de Rafael. Sin falsa modestia, no es así. Decirlo es muy fácil. El mérito es única y exclusivamente de él, porque estuvo dispuesto a obedecer, primero, y a interiorizar y a aplicar después.
Que Rafael fuera capaz de hacer lo que hizo en la final del domingo pasado en Melbourne, y de tantos otros domingos, responde en parte a la aplicación de todos estos aprendizajes, pero principalmente, no nos engañemos, a un talento inusual y a una habilidad innata impropios en la mayoría de los jugadores.
Independientemente del número de títulos conseguidos, yo he visto antes este espíritu de lucha, esta concentración y esta fe inquebrantable en la victoria en jugadores como Mats Wilander, Björn Borg, Steffi Graf, Arantxa Sánchez Vicario o el mítico Rod Laver, y en otros tenistas con menos éxito deportivo. Lo inquietante es, sin duda, que hoy en día esto sea un hecho excepcional.
Puedes seguir a EL PAÍS DEPORTES en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.