Roland Garros corona a un incontenible Alcaraz tras remontar a Zverev
El español prevalece en un duro duelo emocional contra el alemán (6-3, 2-6, 5-7, 6-1 y 6-2, en 4h 19m) y alza su primera Copa de los Mosqueteros, su tercer grande
Los franceses, París y la Chatrier viven un interminable déjà vu. Distinto actor, mismo cuño. Del rey saliente al príncipe entrante, pasando por esas otras y esos otros españoles, diez en total, que también dejaron huella en el gran templo terrícola. Consta ya en la historia de Roland Garros la pisada profunda, artística y guerrillera de Carlos Alcaraz, quien golpea, pelea, sufre, resiste, se levanta y, finalmente, vence, redondeando así esta última gran obra a base de agallas; rehaciéndose, dígase, sobre la arena cobriza ante Alexander Zverev, rendido el gigantón alemán porque no hay forma de controlar el tenis desbordante de ese chico y comprende resignado, qué remedio, que lo que tiene que ser, será, y lo que tiene que suceder, sucede. Incontenible la ascensión, esta pista y la épica: 6-3, 2-6, 5-7, 6-1 y 6-2, en 4h 19m. De Nueva York a Londres, y de ahí al Bois de Boulogne, distrito XVI. Cemento, hierba, arena. Desbloqueadas ya todas las casillas; no, esta vez, sin una angustiosa inmersión en el pozo.
Se intuía y se presumía que el murciano podía hacer grandes cosas, pero quizá no tan rápido. 21 años tiene, pero la historia ya transmite que nadie había conquistado tan rápido, con tanta precocidad ni seguramente con toda esa soltura las tres superficies. El siglo XXI, o el nomadismo y la adaptación, no queda otra. Rafael Nadal lo hizo con 22, el suizo Roger Federer con 27, el serbio Novak Djokovic a los 29. Solo siete camaleones lo habían conseguido. Y ahí reluce ahora él, tenista total, genética ganadora. Las finales, decía de carrerilla el viernes, “no están para jugarlas sino para ganarlas”, y obliga esta de hoy a un ejercicio de competición extremo. Pero otro trofeo viaja a El Palmar, Murcia. Felicidad allí. Son las siete y media de la tarde, sopla el viento frío y el sol, a la gresca siempre con esta ciudad, va apagándose. Recibe por primera vez la Copa de los Mosqueteros, de manos de un tal Björn Borg. Seis conquistó el sueco, cuatro de ellas sucesivas. No es mal ejemplo.
“Los últimos meses los hemos pasado mal con la lesión [en el antebrazo derecho], volviendo en Madrid y no me sentí bien. Las siguientes semanas con muchas dudas, viniendo aquí a París sin entrenar mucho... Así que estoy muy agradecido por la gente que tengo alrededor. Sé que cada uno me da su corazón para hacerme mejorar y crecer como jugador y persona. Os llamo equipo, pero sois una familia”, expresa Alcaraz, El Último Conquistador, seductor desde que metió la cabeza entre una élite que ha descubierto estos días una versión novedosa, seguramente la más apropiada para apoderarse de un territorio que exige de tantos brillos como de sudores. La tierra batida, terreno de estrategas y almas obreras, el pico y la pala; virguerías, sí, pero también mucho remar, mucha cabeza y mucho arremangarse. Bajada a los infiernos. “¡Ponte a su nivel de lucha!”, profiere Ferrero, temiendo que todo pueda torcerse. Y así sucede. Temporal del bueno, más de dos larguísimas horas de galerna y convulsiones. Solo apto para mentes muy robustas.
El duelo está en el segundo set y ha dado un volantazo radical. Viene Alcaraz de una apertura aseada, relativamente plácida hasta que el tiro profundo del rival se le indigesta y esa autoridad va desapareciendo para derivar la situación en un escenario muy feo, muy hostil, sumamente desaconsejable. La arcilla y su lema: disfrutar sufriendo. O eso o nada. Lo contrario significa una caída. Y todo se emborrona. Falla una volea clara, cede el break con una doble falta y se trastabilla entre los errores, demasiados, reincidentes, 14 en esta franja. “¡No me puedo ir para atrás con esa bola, tengo que cogerla a bote pronto! ¡No puedo, no puedo, es una locura!”, se dirige al box. “¡No te calientes! ¡Confía! ¡Confía en ti mismo!”, le pide su técnico, quien detecta la delicadeza del momento e intenta reanimarle, porque enfrente está Zverev, emergente, y la ola adversa va haciéndose más y más grande. Proceden litros y más litros de sangre fría.
“¡Parece pista dura!”
Sin embargo, al muchacho le puede la excitación. Y, raro en él, se queja, protesta todo el rato y reclama al juez de silla tras maniobrar en falso sobre la línea de fondo, cuando le atropella un pelotazo de Zverev. No hay diversión, sí desaprobación: “Es tierra batida y parece pista dura. ¡Es increíble! ¡Increíble!”. Se descentra, no puede, se le esfuma la renta (4-2 arriba) y tras encajar dos roturas, se recrimina a sí mismo, muy tenso: “No puedes jugar así…”. Tira angulado y muchas bolas altas, a ver si por ahí el alemán frena un poco, pierde lucidez y duda, pero nada de nada. Se reengancha Sascha entrando como torpedo y carga con decisión, pero con cabeza; señor jugador ahora el de Hamburgo, más templado y con mejor registro. Suele acordarse de esa inyección de sacrificio que le aportó David Ferrer en su día y no vuelve la cara, firme a lo suyo, predispuesto a lo que antes le costaba tanto.
Ha partido Alcaraz otra vez con ventaja en el tercero, pero otra vez remonta y desnivela a su favor, dos uno arriba. El español, arrinconado. Le duelen las piernas, los aductores y solicita la asistencia del fisio, quien al recoger el pantalón para el masaje descubre un vendaje en la zona superior del muslo izquierdo. No se libra el derecho tampoco de los calambrazos. Los Grand Slams, maratonianas pruebas de fondo que exigen de un extra, de mucho corazón, de esa valentía genuina que demuestra el murciano para enderezarse y, así debe ser, porque no hay otra, salir del tremendo apuro dejándolo todo. “¡Muerde, muerde!”. Y sigue la montaña rusa. Y ahí que va él hacia adelante, dejada liftada de revés, rotura, más resurrección y salvador giro a su favor. Extenuante la batalla, más cruda que bonita. “Sonríe, sonríe”, le recomienda dibujando la boca del Joker el que mejor conoce su cuerpo, su fisio, Juanjo Mazinger Moreno. Pero él aprieta los dientes. En esta ocasión toca así, amigo.
Hay días para lucir, otros sencillamente para combatir. Y cuenta su primer entrenador, Carlos Santos, el mismo que le acompañó por primera vez en París cuando era un infantil, que no es buena idea encerrarse con él para jugársela a cinco sets. Avala de nuevo este episodio: 12 bretes, 11 victorias. Zverev mantiene el tipo, no decae, pero paga carísimo el desliz, con dos malas voleas y una doble falta que confieren ventaja a Alcaraz en la recta final. Tiene el murciano trajes para todo, lo mismo se viste de Federer en Londres que de Nole en Nueva York o de Nadal en París; la clave está, fundamentalmente, en saber cuál toca ponerse. Ya investido en la Philippe Chatrier, rebozado de arena, se abraza con su gente y Carlos y Virginia, familia soñadora, lloran emocionados. “Eres increíble. Y solo tienes 21 años...”, le dedica el alemán, que pierde otro tren. Tempus fugit. “Todo el apoyo que me dais desde que era un niño es espectacular. Cuando terminaba el colegio, corría a poner la tele y ver este torneo, y ahora estoy levantando el trofeo delante de vosotros, así que muchas gracias por todo este viaje”, cierra el campeón, mientras los presentes se preguntan: ¿Hasta dónde demonios llegará?
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