Una línea de puntos entre Bosman y Negreira
La ley promovida por el futbolista belga hace 30 años terminó desencadenando la mayor orgía de compraventa de jugadores y convirtiendo este deporte en una quimera difícil de sufragar


Una causa justa puede desencadenar a veces una tormenta de proporciones no imaginadas. Incluso terminar haciendo compañeros de cama insospechados. En 1990, un centrocampista de medio pelo llamado Jean-Marc Bosman terminaba su contrato con el RFC Liège. El club belga no le renovó y él se buscó la vida para fichar por el Dunkerke francés. El problema es que en aquella época la ley permitía pedir un traspaso por un jugador, aunque hubiese expirado su vínculo. Como si fueran los electrodomésticos, la plancha grasienta y los taburetes de un bar que baja la persiana. Pero Bosman no era Zidane. Y el Dunkerke prefirió no desembolsar ni un franco, dejando al belga en un cruel limbo laboral.
Bosman, eso fue lo sorprendente, no tragó. Y comenzó una batalla legal de cinco años, de las que entusiasman a la tribuna por la épica del débil contra el poderoso. Todo el peso de su lucha se apoyaba en el Artículo 48 de los Tratados de Roma de 1957, origen de la Comunidad Económica Europea. Ya saben, el carbón y el acero, la fundación de la UE. El jugador invocó la libre circulación de trabajadores, ya fueran electricistas o futbolistas. Y de paso, la supresión de ese traspaso feudal en caso de finalizar el contrato. En 1995 el tribunal le dio la razón y todo cambió para siempre. Hoy tiene 61 años, está arruinado y sobrevive gracias a un subsidio, tal y como hace, de algún modo, una buena parte del fútbol surgido entonces.
Hubo un tiempo en que los entrenadores tiraban de micropolítica y sofisticada diplomacia para dejar al cuarto extranjero del equipo en la grada. Johan Cruyff sudaba en el banquillo con Koeman, Romario y Stoichkov en el campo y Laudrup en la grada (en parte por eso el danés se fue al Real Madrid). Pero la ley Bosman permitió a los clubes contratar un número ilimitado de comunitarios. Luego se abriría definitivamente la veda para comprar a granel, y cualquier brasileño, argentino o camerunés encontró un abuelo en Barakaldo. Ocurrió entonces que las canteras menguaron, los clubes con más dinero se convirtieron en hegemónicos y los países ricos siguieron expoliando a los más pobres. Aunque eso no fuese realmente ninguna novedad.
Los agentes y comisionistas se convirtieron en los reyes del fútbol. Y los clubes y las federaciones más pequeñas, hace ahora 30 años, fueron borrados de la primera línea del mapa internacional. O sea, de la Champions League. En esta última 2024-25, todos los integrantes de octavos de final pertenecían a las cinco grandes ligas. Tal y como escribía este el lunes el diario AS en un especial sobre el asunto, si lo comparamos con la antigua Copa de Europa, en las finales hubo equipos de hasta trece ligas distintas (Escocia, Rumania, Suecia, Bélgica, Grecia o Serbia), mientras que en el torneo actual solo ha habido finalistas de siete.
La orgía desatada con la ley Bosman cuesta un dineral. Pero ni siquiera ese reducido club en el que circula la pasta es suficiente para sufragar la cuenta de lo que parecía barra libre. Y surgieron entonces nuevas asociaciones y, sobre todo, ambiciones húmedas como la Superliga, promovida por Florentino Pérez y apoyada fielmente por Joan Laporta, club con el que el Real Madrid había decidido llevarse bien, incluso mirando hacia otro lado y apoyando con la dudosa inscripción de Olmo. “El Barça y el Madrid se tienen que ayudar”, señaló en noviembre de 2024. Hasta que esa alianza por el nuevo torneo terminó. Este lunes, en la copa de Navidad del Real Madrid, casi tres años después de llegar a los juzgados, el caso Negreira se convirtió en el escándalo más grave de la historia del fútbol.
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