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FC Barcelona
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tras romper el carnet del Barça

Samitier, Kubala, Rexach, Cruyff, Koeman, Iniesta, Messi, y ahora parece que Lamine Yamal. Ya solo con esta letanía gloriosa bastaría para saber qué clase de genialidad ha atravesado los 125 años de historia de este club

Pep Guardiola celebra con Lionel Messi
Pep Guardiola celebra con Lionel Messi tras el partido de vuelta de semifinales de la Champions entre el Chelsea y el Barcelona en Stamford Bridge.ben radford (Corbis via Getty Images)
Enrique Vila-Matas

Nací, y ya era del Barça. Primero, estaba el club. Después, nos bautizaban. Pero esto último no servía de nada, porque pronto uno advertía que ser del Barça significaba vivir en pecado original. Lo confirmé el día en que, siendo muy niño, mi padre, en lugar de llevarme a conocer el hielo, me llevó al estadio Bernabéu, a un Real Madrid–Barcelona, y me avisó de que, en el caso de que se produjera, ni se me ocurriera celebrar un gol del Barça. Para que le comprendiera mejor, me señaló con la mirada el palco desde el que el Generalísimo presidía el partido. Comprendí enseguida, nunca he comprendido algo con tanta rapidez.

Un año después, se inauguraba el Camp Nou. Hubo sardanas desangeladas. Globos de colores que subían al cielo. Y una Santa Misa en el centro del terreno del juego.

Tardaría años en saber que para que pudieran comenzarse las obras, se había procedido, años antes, el desalojo forzoso de chabolas de emigrantes y de terrenos que ocupaban sus arrendatarios legales. Aquel día, mi padre, desde los asientos del Gol Norte, me señaló con la mirada al palco, donde estaban algunos parientes: Francisco Miro-Sans, entre ellos, el impulsor principal de la construcción del estadio y presidente del club. Y Francisco Mitjans, el arquitecto del estadio. No mucho más recuerda mi memoria de niño, solo que, días después, en la primera jornada de Liga, se presentó en el Camp Nou el Generalísimo para presidir el partido, y me pareció entender —también esto lo comprendí bien rápido— que los palcos que iba viendo podían ser en realidad siempre el mismo tenebroso palco.

La leyenda de Kubala, el futbolista que llegó del Telón de Acero, dice que los vecinos de la calle Ludovigeum, de Budapest, le conocían como “el chico de la pelota”, porque ésta parecía no querer separarse nunca de sus pies. ¿Fue un precedente húngaro de Messi? Tendría su lógica que lo fuera teniendo en cuenta que de Kubala se dice que, aparte de darle en los años cincuenta dimensiones circenses al fútbol, convirtió en pequeño el campo de Les Corts y hubo que construir el Camp Nou. ¿Y de Messi no se dice que convirtió en tan pequeño ese estadio que sobre sus ruinas se está construyendo ahora el Nou Camp Nou?

A Kubala le contrató otro mito del club, Samitier, que fue gran jugador y luego gran secretario técnico y buen amigo de mi padre, lo que no significa que a mi padre le gustara el fútbol, todo lo contrario: lo detestaba. Encontraba ridículo que 22 personas corrieran detrás de un balón de cuero para meter un gol, pero fue presidente por mucho tiempo de la Gran Peña barcelonista de la plaza de Cataluña. Salvando las insalvables distancias, le pasó lo que le ocurriera al poeta Baudelaire, que detestaba el invento de la fotografía, pero fue el escritor más fotografiado de su tiempo.

Samitier, Kubala, Rexach, Cruyff, Koeman, Iniesta, Messi, y ahora parece que Lamine Yamal. Ya solo con esta letanía gloriosa bastaría para saber qué clase de genialidad ha atravesado los 125 años de historia de este club. Una cifra que, por mi aversión a los “números redondos”, tendría que repelerme, y, de hecho, ese 125 me repele, lo que no impide que trate aquí de resumir esos años. Si algo me anima especialmente a esa síntesis imposible es la camiseta del Barça con el número 99 con la que en tierra sagrada —en el Palau Blaugrana— me obsequiara recientemente Edu Castro, el que fuera hasta hace poco brillante entrenador del Barça de hockey, hombre alérgico también a cualquier número redondo que se le ponga por delante.

De Johan Cruyff quizás baste con decir que fue más que un genio: estaba tan seguro de sí mismo que tomaba normalmente decisiones insensatas que le llevaban al éxito. Cambió el club elevando su moral. Le recuerdo llegando de Ámsterdam —quizás el día más decisivo de la historia del club— y preguntarse por qué tenía que vivir el socio del Barça tan cargado de complejos con respecto al Real Madrid. Era exactamente la misma pregunta que, años antes, ya había hecho Helenio Herrera al inicio de Yo, el libro de memorias que le escribiera Martin Girard, es decir, Gonzalo Suárez (Planeta, 1962).

Lo más probable es que las tres desacomplejadas temporadas triunfales con Messi y Guardiola como entrenador —discípulo directo de Cruyff— sean insuperables y, en cualquier caso, sean la cumbre de esos 125 años que los que somos enemigos de los números redondos, pero partidarios del 99 y de la felicidad, también queremos celebrar. Aunque hayamos roto el carnet tras la insufrible y desnortada temporada pasada. Ya no soy socio, pero, si marca el Barça en Liverpool, noto que sigo siéndolo.

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