A segunda
Cuando un equipo desciende y pierde la categoría, el aficionado no deja de preguntarse en qué punto se rompió todo y por qué: la fatalidad, una mala planificación deportiva, la directiva, los arbitrajes, las lesiones
—¿Y David, por qué al final el personaje de Alberto no se va con Pilar Castro?
—Pues porque en la vida no te vas.
Leo esta conversación en un reportaje publicado en El Periódico sobre el vigésimo aniversario de la película Días de futbol. David es David Serrano, su director. Y el personaje que no se va con la chica, porque en la vida normalmente no pasa cuando cometes errores, lo interpreta Alberto San Juan. Días de fútbol seguramente triunfó por eso mismo, por su capacidad para captar la tragicómica existencia de un grupo de amigos de extrarradio decididos a redimir sus miserias jugando un torneo de fútbol 7; por ser capaz de retratar el hecho de que en la vida a veces se gana, pero muchas otras —bastante a menudo, digamos— se pierde.
Cuando perdemos algo, nuestra primera reacción, naturalmente, es querer saber adónde ha ido a parar. Pero detrás de esa pregunta se esconde otra sobre la causalidad: ¿Por qué se ha perdido? Ahí es donde empezamos a enhebrar un reguero de posibles causas, razones y teorías, con una capa adicional de escrutinio en caso de que te guste el drama. Sucede con los objetos, con las personas y con los equipos de fútbol. Cuando un equipo desciende y pierde la categoría, el aficionado no deja de preguntarse en qué punto se rompió todo y por qué: la fatalidad, una mala planificación deportiva, la directiva, los arbitrajes, las lesiones. El aficionado agita el puño y mira al cielo gritando “¿Por qué?”.
A los clubes les encantaría preservarse en el ámbar de Primera, aunque esté relleno de mediocridad. A los aficionados sometidos al abismo del descenso les gustaría simplemente entender por qué, qué ha pasado. Lo que no queremos creer es que el fútbol a veces es una variación aleatoria dentro de ciertos parámetros definidos. Nadie compraría un abono si le contasen esa historia insulsa de que a veces las desgracias suceden simplemente porque sí. Las respuestas no proporcionan alegría ni bienestar instantáneo, pero pueden proporcionar la anhelada condición de cierre, el placer de pasar página.
Tu equipo ha descendido. ¿Por qué?
Todo en el fútbol se articula en torno al miedo al descenso. El miedo al dolor de cuello, a mirar constantemente hacia arriba, a irte asumiendo el riesgo de no volver nunca, obliga a los clubes a tomar decisiones miopes y apresuradas. Se contratan entrenadores que vienen de ganar el torneo nacional en un país en el que ni se sintoniza la Liga, por ejemplo. Al entrenador en cuestión se le pone barba postiza, bastón y disfraz de Mesías pero pasadas unas jornadas la perilla empieza a deshacerse y los milagros homeopáticos no llegan. Entonces, en el mercado de invierno, aparece por la ciudad deportiva el delantero sueco revelación del IFK Göteborg y también se le pone barba postiza, bastón y disfraz de Mesías. Pero el chaval no termina de encajar y los goles no llegan. En el microdrama de un descenso un equipo suele ser, en paralelo, villano y víctima.
Habrá quien, tras la pérdida de categoría, se empeñe en ponerle romanticismo al asunto. “En segunda la afición y el club se unen por un objetivo común”, “Tómatelo como un reseteo”, “A veces es importante bajar para subir con más fuerza”, podría decir. Y lo cierto es que ese pseudocoach tendría algo de razón porque las derrotas son tan relevantes como las victorias en la historia y la identidad de los equipos.
Pero claro, ¿quién, en su sano juicio, prefiere un descenso a una permanencia? Como decía Roberto Fontanarrosa: “Se aprende más en la derrota que en la victoria, pero yo prefiero la ignorancia”. Tampoco es necesario aprenderlo todo en la vida; al menos no en el fútbol.
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