¿Existen los goles si no son narrados?
Si el fútbol sigue, la vida también lo hace. Si se está narrando un partido en algún lugar de la tierra significa que todo va bien.
En un momento de la distopía El año en el desierto de Pedro Mairal, que acaba de editar en España Libros del Asteroide, los habitantes de Buenos Aires descubren que el fútbol es ya una invención. La intemperie avanza por la ciudad convirtiendo las calles en descampados, los edificios en barricadas y las personas en salvajes. En medio del caos creciente, los locutores de radio comienzan a recrear partidos para dar sensación de normalidad. “El fútbol está suspendido porque colgaron a un árbitro. Los partidos que pasan en la radio son inventados. No sé si ahí adentro ya se habrán dado cuenta de que los locutores inventan todo”, le señalan por carta a la protagonista.
La idea, apunta Mairal en pie de página, la había tomado prestada de un cuentito que Borges escribió junto a Bioy Casares (Esse est percip) y que comienza describiendo cómo en el espacio donde todos creían que estaba la cancha de River, había en realidad un enorme vacío. “Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es una patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman”, escriben.
Mi padre siempre cuenta que él se hizo del Celta sin llegar a verlo, como aquellos amores virtuales del primer Internet donde chateabas con una idea, más que con una imagen. A mi padre el Celta solo le llegaba por la radio y por algún periódico que conseguía birlar en el Bar Casanova, en la parroquia donde creció, San Pedro de Sárdoma, en Vigo. Era el único lugar con teléfono y prensa de toda la zona. Así que mi padre se enamoró de un equipo fabulado. Leyendo a Mairal, me imaginé por un momento que todo aquel Celta de los años 60 hubiese sido, en realidad, una trápala de periodistas trajeados, prácticamente actores, y que en el sitio en el que se creía que estaba Balaídos no hubiese más que un enorme solar repleto de barro.
Es la magia de los partidos radiados: todo puede estar sucediendo, o no. Te fías de lo que describen esos locutores a los que nunca les faltan las palabras, y a partir de ahí comienzas a pintar las jugadas con tu mente. La leyenda de la BBC Alistair Cooke dijo en una ocasión que él prefería la radio a la televisión porque las imágenes en la radio son mejores. En tu imaginación, un gol torpe del central de tu equipo tras un saque de córner puede ser el equivalente a Maradona encarando el área en el Mundial del 86. Los jugadores son más esbeltos y atléticos. El campo es monumental. La grada es vigorosa, siempre animada. El flujo y reflujo del juego te llega a través de la radio como cuando te aproximas a una playa y se te revela, de pronto, el sonido del mar.
En el cuento La Música de los Domingos de Liliana Heker, el abuelo pide que le pongan la música de los domingos. Inicialmente piensan que se refiere a tangos, pero en realidad el abuelo habla del sonido de la radio y de ese eco, parecido al canto de una ballena, de la ciudad coreando los goles. Al final, tanto Liliana Heker, como Pedro Mairal, Borges y Bioy Casares hablan de lo mismo: de que si el fútbol sigue, la vida también lo hace. Si se está narrando un partido en algún lugar de la tierra significa que todo va bien. Porque, ¿acaso existen los goles si no son narrados?
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