Alejandro Requeijo: “El aficionado de grada debe tomar conciencia de clase”
El periodista ha escrito ‘Invasión de campo’, un manifiesto contra la pérdida de identidad de los clubes y el maltrato a los hinchas en el fútbol-negocio
Alejandro Requeijo (Madrid, 1985), periodista e hincha del Atlético de Madrid, cita a EL PAÍS en un bar frente a los terrenos del antiguo estadio Vicente Calderón, junto al río Manzanares, donde ahora se construyen dos torres de pisos. Con un botellín de Mahou y un plato de torreznos sobre la mesa —la dieta de los días de partido en la “tierra santa” de los rojiblancos—, vamos a hablar de su libro Invasión de campo (Ediciones B), un manifiesto en defensa del aficionado de grada, y un “grito de rabia con vocación de remontada” contra la homogeneización y la pérdida de identidad que el mercado, las televisiones y las directivas están imponiendo a los clubes.
Pregunta. ¿Qué siente cuando ve que el FC Barcelona va a sacar una camiseta de Rosalía a 400 euros?
Respuesta. Me parece obsceno el precio, no la publicidad. Rosalía es una figura internacional y hemos visto cosas mucho más sonrojantes en las camisetas. Estamos hartos de ver en ellas empresas de regímenes totalitarios árabes que sirven para blanquear esas dictaduras. Y luego las normativas internas del fútbol persiguen a futbolistas si hacen algún tipo de manifestación política, como cuando Kanouté se solidarizó con las víctimas de Gaza.
P. Al final, el precio es una cuestión de oferta y demanda.
R. Ese discurso mercantilista es muy tramposo. Convierte al fútbol en un objeto de lujo cuando es un fenómeno de masas, de empoderamiento de la clase trabajadora. Eso eran los estadios hasta que los convirtieron en lugares prohibitivos. Se busca un aficionado-cliente líquido, que compra la camiseta por la publicidad, o por moda, y no por el sagrado manto que tiene entre las manos, que representa una historia, un legado, una tradición, unos héroes que la sudaron y la defendieron antes, héroes que la defenderán en el futuro.
P. El libro advierte de que la paciencia y la economía del hincha no son infinitas.
R. El aficionado de grada debe tomar conciencia de clase dentro de la gran pirámide que conforma el fútbol. Nos dicen que no existimos, que no somos rentables, que ya no valemos, pero muy pocos defienden el fútbol con conceptos como marca global, como palancas... Somos muchos más los que lo defendemos con ideas como pertenencia, identidad, recuerdos, sentimiento, pasión... Y el modelo actual tiende a desnudar el fútbol de todos esos conceptos.
P. ¿El desprecio al aficionado es un fenómeno especialmente español?
R. Los dirigentes nos ven a los aficionados como un mero material de atrezo en el estadio, sin capacidad de decisión ni de influencia sobre lo que sucede en el césped, y lo que vemos prácticamente cada semana en los estadios de Europa son tifos espectaculares, campos llenos, aficiones entregadas, precios baratos, gente que se identifica con sus jugadores, con su camiseta, con sus símbolos. Me da mucha envidia.
P. ¿Y de quién es la culpa?
R. Los clubes, LaLiga o la Federación conciben el fútbol como un mero negocio, donde la única verdad es el dinero, donde uno triunfa o fracasa en función no ya de la alegría de los aficionados, sino en si cada año les pueden presentar unos balances económicos mejores que el anterior, y abrazados a un discurso absolutamente inflacionista, histérico, cortoplacista, donde todo es un fracaso si no se gana todos los años todo y si no se ficha siempre al mejor jugador.
P. ¿Los aficionados expulsados de los estadios pueden acabar derivando en una secta cismática dentro de esta “religión laica”?
R. No creo que lleguemos tan lejos. El libro entronca con ese lema de “odio eterno al fútbol moderno”, un eslogan que nos lleva a regodearnos demasiado en la nostalgia. Quizá sea exagerado decir que este modelo de fútbol-negocio vaya a matar al fútbol, pero sí creo no garantiza su supervivencia, al buscar nuevos mercados presentándose como solo un espectáculo.
P. Y es mucho más que eso.
R. Si lo conviertes en un espectáculo, en una moda, en algo en lo que obligatoriamente te lo tienes que pasar bien, lo estás traicionando. Porque un partido a veces acaba 0-0, y a veces es aburrido. La diferencia entre el aficionado-cliente, que es líquido, es que se aburrirá. En cambio, el aficionado de grada, nosotros, vamos a ir la semana que viene simplemente porque juega nuestro equipo.
P. “A Guardiola le han salido más falsos imitadores que a Francisco Umbral”, dice en el libro.
R. Si enfocamos el fútbol como mero espectáculo, en el que todo el rato tienen que pasar cosas, como si esto fuese la Kings League, se fomenta un relato que no solamente premia los estilos de juego especialmente ofensivos y que incluso cuestiona la legitimidad de estilos de fútbol alternativos. Eso es atentar contra la riqueza del fútbol. Cito una frase que me encanta de Alex Souto, donde se reivindicaba que el catenaccio es “el derecho del pobre”. Al final estás primando a los equipos más ricos y capaces de fichar futbolistas más firuleteros, como dicen en Argentina. Y eso es una trampa. Yo defiendo la maravillosa belleza binaria del 1-0 del Cholo.
P. ¿Hay vuelta atrás?
R. Está surgiendo un fenómeno todavía por debajo del radar, en campos que no acaparan tanto los focos. En ellos se está produciendo una reivindicación del arraigo. Las gradas presentan un gran ambiente y hay una identificación de la ciudad y los aficionados con los jugadores. En Coruña, por ejemplo, cuando el equipo está probablemente en el peor momento de su historia, ahora hay más socios que en las épocas de los años de gloria. Y son socios jóvenes.
P. ¿Cómo se explica eso?
R. Ir al fútbol en muchos sitios se entiende como algo mucho más allá de disfrutar de lo que sucede en el rectángulo de juego. Y creo que hay aficiones que encuentran argumentos y asideros emocionales, identitarios, de comunidad y de pertenencia. Para eso es necesario que haya precios más populares, lo cual generalmente es más sencillo cuando a los equipos les va mal deportivamente. Cuando están en la cresta de la ola, los dirigentes se olvidan de ese apoyo en los momentos malos.
P. ¿Hasta qué punto la tolerancia con los sectores más violentos de la grada debilita las reivindicaciones de los aficionados?
R. Los dirigentes que entienden el fútbol como un negocio siempre incluyen, de manera poco inocente, en la ecuación del hincha la cuestión de la violencia. Es un discurso perverso e injusto. En el libro se aborda esa relación y se citan algunos ejemplos. Uno de ellos, la tragedia de Hillsborough: el gobierno neoliberal de Margaret Thatcher corrió a culpar a la clase trabajadora de la violencia en los estadios. Muchísimos años después, se demostró que aquel desastre había sido culpa de una negligencia policial. El argumento de la violencia sirve como coartada para justificar los atropellos al aficionado.
P. ¿La Superliga sería el estadio final de este fenómeno de expulsión o una oportunidad para que los clubes pequeños devuelvan su poder al aficionado?
R. La Superliga sería muy nociva. Sus propios impulsores, como Florentino Pérez, reconocen que están arruinados a pesar de que el fútbol jamás ha generado tanto dinero. Luego, el problema es el modelo. Pero yo creo que sí que tiene arreglo. Y esto interpela a los políticos. Con la nueva Ley del Deporte, los señores diputados han escuchado propuestas: en Inglaterra se protegen los sentimientos del hincha, se obliga a los clubes a consultar a sus socios decisiones que atenten contra su identidad o se prohíbe cobrar a las aficiones visitantes más de 30 libras.
P. ¿Por qué eso no se aplica en España?
R. Cuando te enteras de que en plena tramitación parlamentaria estuvo a punto de irse al traste y de generar una huelga en el fútbol porque, según algunos diputados, se recibieron llamadas de palcos muy poderosos, te empiezas a explicar muchas cosas. Los políticos deben ser conscientes del tesoro que representa el fútbol español en términos no solamente de ocio, sino también históricos, culturales, patrimoniales. Basta ya de mirar para otro lado. No puede ser que un señor decida que se lleva el fútbol español a Arabia Saudí sin que nadie le pueda decir nada.
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