Federer, un perfeccionista en continua evolución
A pesar de su sexto sentido y de unas dotes técnicas incomparables añadió una voluntad férrea por mejorar hasta el final y el instinto de un competidor voraz
A Roger Federer, quien sea o como sea, se le concedió un don natural para jugar al tenis. A la vista salta que su raqueta ha sido siempre la prolongación de su quirúrgico brazo derecho y que el suizo posee, además, una capacidad privilegiada para descubrir y dibujar angulaciones que en la mente de la mayoría de los tenistas no existen. No ha habido seguramente un jugador con mayor determinación para decantar el punto ni tan fabuloso en la ejecución del golpe, ya sea en estático o en movimiento. A su maestría técnica se añade, además, una extraordinaria para hacer fácil lo más difícil: conciliar un binomio tan incontrolable como el espacio-tiempo.
Que Federer sea un superdotado jugando no se le escapa a nadie, pero quienes le hayan seguido el rastro o bien quienes lo conocen de cerca hablan de un trabajador nato. Están la magia y lo innato, el virtuosismo, sí, pero detrás de la leyenda también hay horas y horas de perfeccionamiento y ensayos. Aunque en las pistas se haya desenvuelto a partir de un sexto sentido y en muchas ocasiones a partir de la improvisación, ramalazos de los genios, el suizo no ha escatimado nunca a la hora de ir al gimnasio y de analizar a los rivales. Le entusiasma ver los partidos y su físico es engañoso: aunque no sea un Hércules, está fino como un junco y tiene un tren inferior de acero.
Es decir, detrás de todo el espectáculo y de los puntos inverosímiles hay un currante en toda regla. Federer se nace, pero también se hace. “Siempre hay maneras de mejorar un poquito más”, concedía en mayo de 2019 durante el último encuentro que mantuvo con EL PAÍS. “Puede ser un golpe aquí o allá, o bien cómo te organizas, de recalibrar todo, la preparación mental, dónde me entreno… Siempre hay pequeñas cosas por hacer. Yo siempre trato de volver a mi mejor nivel, y para ello hay que demostrarlo día a día”, agregaba durante aquel encuentro en la Caja Mágica de Madrid, que se extendió durante media hora en la que además de hablar de su tenis profundizó en su intimidad y expresó que, de haber podido elegir, le hubiera gustado ser “una persona normal”.
Nunca lo fue Federer. No en términos de tenis, al menos. Su perfil perfeccionista y su constante deseo de evolucionar y pulir una propuesta de lo más cartesiana fueron edificando un jugador muy distinto al que comenzó a dar sus primeros pelotazos; en esencia el mismo, pero en forma diferente. Para ello echó mano de numerosos técnicos que fueron limando aristas, aportando soluciones y adaptándose a los tiempos. No es lo mismo el Federer primigenio que se enrabietaba con facilidad y perdía más de una vez los papeles cuando era un juvenil que el tenista maduro que coleccionaba Grand Slams ni el veterano obligado a reinventarse de la treintena para seguir el compás.
El espejo de Michael Jordan
Nunca dejó de innovar. Lo mismo se inventaba un resto a media pista para arrinconar a los rivales que transformaba el revés para endurecerlo y contragolpear, o bien rediseñaba su Wilson (más ligera, más ancha y marco más grueso) en busca de trayectorias más planas y dañinas. Poco importaba la edad. Esa fue la clave para aplacar la derecha demoledora de Rafael Nadal.
“Ha cambiado el tenis para siempre”, lo elogia Ivan Ljubicic, el último técnico que lo ha moldeado, junto con su amigo Severin Luthi. “Ha sido elegido 19 años consecutivos como el tenista más querido por los aficionados [en la votación propuesta por la ATP a final de cada temporada] y ha llevado el tenis a otro nivel. Todos sus rivales tuvimos que evolucionar para seguirle el paso”, añade el preparador, que cierra un largo listado que refleja la voluntad permanente del suizo de subir un escalón.
Irrumpió en la élite a las órdenes de Peter Carter (1998-2000), fallecido en un accidente de tráfico que marcó mucho al tenista; recogió el testigo (de 2000 a 2003) Peter Lundgren, con el que elevó su primer grande (Wimbledon 2003); después llegaron Tony Roche (2005-2007) y el español José Higueras, contratado (2008) con el objetivo de redimensionar su juego en tierra batida y poder así hollar la cima de Roland Garros; posteriormente ocuparía el banquillo Paul Annacone y antes de que el croata Ljubicic se asentase como el asesor en el tramo final (a partir de 2015), el suizo trabajó con uno de sus ídolos, el sueco Stefan Edberg, con el que entre 2014 y 2015 ganó agresividad y multiplicó su juego en la red.
“No soy Mr. Perfecto”
Más allá de la exquisitez en las formas y la sobriedad en la pista, todos ellos describen a un devorador de victorias y a un competidor meticuloso y feroz, que tomó inspiración en su gran ídolo: el baloncestista Michael Jordan. “Él era el jugador. Trascendía el baloncesto y fue un héroe para toda nuestra generación”, afirmó hace unos años Federer. “Su longevidad, la forma en que lo hizo parecer fácil, su voluntad de ganar, de querer ser el mejor, de triunfar bajo presión, de ser una superestrella en un deporte de equipo, de rendir al máximo durante tantos años... Él era mi héroe”.
Al margen del 23 de los Bulls, también tuvo como referencias al propio Edberg y al alemán Boris Becker. En todos ellos encontró pistas, trucos, soluciones y motivación para ir más allá de los límites. “No creo que sea perfecto, lo que yo quiero es seguir siendo alguien normal. Creo que los medios habéis creado un poco esta imagen de mí”, aseguraba el suizo a EL PAÍS en una entrevista efectuada en mayo de 2015, con la Embajada Francesa como marco. En tiempos de vanidades y de modelos más que cuestionables, el mensaje sensato de Federer: “Sé que soy un referente para muchos niños y me tomo muy en serio esto, pero no creo que Mr. Perfecto sea el calificativo adecuado para mí, es totalmente exagerado”.
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