Los ‘Alpes homicidas’: el drama del Cervino, el primer accidente mediático de la historia del alpinismo
Tras conquistar su cima en 1865, el guía Michel Croz y tres de sus clientes ingleses murieron en el descenso. La prensa cargó contra Edward Whymper, líder de la expedición, e incluso la reina Victoria quiso prohibir las actividades de montaña
Si el primer ascenso del Mont Blanc ocurrió en 1786, en 1860 la figura afilada del Cervino seguía infundiendo pánico a los que soñaban con alcanzar su cima virgen. Sus aristas afiladísimas y sus laderas de vértigo resultaban tan atractivas a la vista como repelentes a la imaginación de los más audaces, a excepción hecha del inglés Edward Whymper y del italiano Jean Antoine Carrel. El primero había descubierto los Alpes como ilustrador y se había lanzado a la conquista de las cimas alpinas con un apetito desmedido y un éxito descomunal. Su impulso alucinante catapultó el alpinismo hacia su edad dorada, cifrada entre 1860 y la fecha fatídica en la que logró escalar el Cervino: 1865. En una época en la que la aristocracia y la burguesía inglesa, inventores del juego del alpinismo, consideraban a sus guías más como siervos que como figuras indispensables de sus viajes en la montaña, Whymper descubrió en Michel Croz un espejo, idéntica pasión, y unas aptitudes técnicas de las que él carecía. Lo bautizó como ‘el príncipe de los guías’ y lo respetaba como a un igual. Croz, nacido en Le Tour, una de las últimas aldeas del Valle de Chamonix, junto a la frontera con Suiza, dejaba su oficio de curtidor para guiar en verano. La casa en la que nació está ahora decorada con flores coloridas, una placa y una imagen en la que posa con su pipa y la cuerda cruzada sobre sus hombros. Su muerte prematura parece haberle borrado de la lista de grandes figuras del valle, y esto pese a que su destreza y determinación propiciaron grandes primeras como la de la punta Croz a las Grandes Jorasses, la arista del Moine a la Aiguille Verte, la Dent Blanche o la Barre des Écrins. El hueco que merece en la Historia es enorme. Entre 1854 y 1865, fueron coronadas 31 de las 39 cimas más elevadas de los Alpes a cargo de alpinistas ‘aficionados’ ingleses acompañados por guías suizos y franceses.
Obsesionado hasta la médula, a Whymper empezaron a conocerle como ‘el loco del Cervino’, y entre 1860 y 1865 realizó varios intentos desde la vertiente italiana, con o sin guías, hasta que se convenció de dos extremos: debía unirse a Michel Croz y lanzar su ataque por la vertiente suiza, más amable. El primer intento debería haberse dado el 9 y 10 de julio de 1865 a cargo de Whymper y del muy solvente guía transalpino Carrel. Un compromiso previo de Croz le impidió ser de la partida. Pero el mal tiempo truncó el ataque y Whymper se encontró solo: Croz había sido contratado por el reverendo Hudson y Carrel, obligado por el orgullo nacional y la presión del gobierno local, escogió la vertiente italiana para conquistar la montaña sin contar con Whymper. La ‘traición’ casi enloqueció al inglés, quien desesperado tuvo la fortuna de encontrarse con Lord Francis Douglas y los Taugwalder padre e hijo, dos guías suizos con los que formó cordada. Fue la primera competición por lograr el primer ascenso de una montaña, solo que a última hora, el numero de aspirantes aún crecería. En Zermatt, la hoy exclusiva localidad suiza a los pies de la célebre montaña, Whymper se encontró al reverendo Hudson, un alpinista excelente que viajaba con Michel Croz, interesados en descubrir el Cervino. Whymper sabía en su fuero interno que Croz era la llave maestra para alcanzar, al fin, la cima. Convenció al reverendo para unir sus fuerzas y no competir, pero Whymper hubo de aceptar a cambio un último pasajero: el joven Douglas Hadow, 19 años, y que carecía de la experiencia necesaria en montaña, aunque su fortaleza física fuese impresionante.
Por su lado, Carrel lanzó su ataque dos días antes de que Whymper y sus seis acompañantes se pusiesen manos a la obra. Sin embargo, avanzaron con enorme solvencia y el 14 de julio alcanzaron la cima de la vertiente suiza. Apenas a unos 100 metros en línea recta se encontraba la cima italiana. Whymper y Croz se desataron y echaron a correr, escena surrealista con la que pretendían descubrir alguna huella de sus rivales italianos. No encontraron nada. Asomados al vacío, vieron a Carrel y su equipo aún en la pared, lejos. Para desanimarles, les lanzaron bloques de roca que forzaron su abandono. Whymper nunca hubiera permitido que Carrel alcanzase la cima ese mismo día, horas después, así que su éxito fue absoluto. Tras dejar una bandera con la blusa de Croz a modo de enseña, los siete iniciaron el descenso por unas pendientes de nieve helada sumamente inclinadas. Entonces no existían crampones ni piolets, ni cuerdas dinámicas. Aún resulta sobrecogedor imaginarlos haciendo equilibrios para no caer, tirando de una técnica tan depurada como extenuante. Asustado por la torpeza manifiesta de Hadow, Croz, que debería haber viajado en la cola del grupo gestionando la seguridad de la cordada, tuvo que colocarse en cabeza para tallar de nuevo peldaños en la nieve con su hacha y colocar adecuadamente los pies de Hadow en posición segura. Tras Hadow, descendían Douglas y Hudson, los cuatro unidos por una cuerda sólida. Después, una cuerda más fina los conectaba con la cordada formada por Whymper y los Taugwalder, siendo el padre el encargado de asegurar a ambos grupos. Croz se giró hacia el vacío para perder un poco de altura y ayudar de nuevo a Hadow, pero éste resbaló, impactó contra el guía y ambos cayeron arrastrando de inmediato al reverendo y al Lord. Entonces, ocurrió lo impensable: la cuerda que los unía al resto se partió. Horrorizado, Whymper explicaría ante el juez que los vio resbalar unos segundos, agitando los brazos, tratando de aferrarse a algún saliente de roca antes de desaparecer en la cara norte y aterrizar 1.200 metros más abajo.
La prensa inglesa se hizo eco del drama de inmediato, con titulares como “Alpes homicidas” y el Times calificó el alpinismo como una asunto de “piruetas de simios y ardillas”. El juego del alpinismo había chocado de manera brutal contra sus límites, y la novedad indignó tanto a la prensa como a la propia reina Victoria, emparentada con el desaparecido Lord Francis Douglas. Ninguna tragedia de esa magnitud había puntuado aún una primera ascensión. Edward Whymper y Peter Taugwalder comparecieron ante el juez para aclarar las circunstancias del accidente: ¿Por qué era tan fina la cuerda que unía a los fallecidos con los supervivientes? Sin duda fue una negligencia, pero entonces se desconocía que una cuerda podía romperse no solo por rozamiento sino por el llamado efecto látigo. El juez resolvió que la culpa fue de Hadow, de su incompetencia. Taugwalder padre no soportó las habladurías que llegaron a acusarle de cortar la cuerda y se exilio en Estados Unidos. Su hijo llegó a guiar 125 cervinos. Carrel escaló el Cervino dos días después, desde Italia. La tristeza y la amargura presidieron los últimos años de vida de Edward Whymper. Diez guías de Chamonix portaron su féretro antes de darle sepultura en el cementerio local. Michel Croz, en cambio, sigue enterrado en Zermatt.
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