El fondo del corazón de Rafa Nadal
Cuando la cámara enfocaba a su entrenador, Carlos Moyà, la escena remitía a los pocos escrúpulos que el mito tuvo con él cuando jugaron en Hamburgo en 2003. “¿Cómo se te ocurre ganarle con lo que él hizo por ti?”, le riñó su abuela
Lleva tantos años Rafa Nadal jugando la final de Roland Garros que le ha aparecido, en medio del calor de junio en la tierra batida, hasta un noruego. Como cuando un guionista, después de trece temporadas de éxito, ya pasa de todo. El primer noruego que se mete en los diez mejores tenistas del mundo, y además un noruego especialista en superficie lenta. Todo empieza a cuadrar cuando se sabe que Casper Ruud se está formando en la Academia Rafa Nadal de Mallorca y tiene al tenista español como ídolo. O sea que el guionista es el propio Nadal, y su dominio llega a tal punto que, en cuanto han crecido y están aún tiernos, ha empezado a devorar a sus propios hijos. La carrera antológica del tenista más grande del planeta se está alargando tanto que empieza a tomar tintes dramáticos. Cualquier año acaba desalojando la central de Roland Garros a bolazos contra el público como Danaerys de la Tormenta subida a su dragón. ¿Qué más queda hacer aquí?
Desde que hace 21 años, cuando tenía 15, ganó a Pat Cash, Nadal ha ganado a sus maestros, a sus contemporáneos y se ha puesto ahora con los maestros del futuro. Lo hace en el ocaso de su tiempo, con más fuerza que nunca, subido a una bola que corre con una violencia diferente a la de sus duelos con Federer: una violencia asesina, la violencia de un hombre que no se puede permitir un maratón en cada partido. A Federer, el español lo ahogaba con bolas liftadas que podían subir hasta dos metros después de botar, como una sucesión de olas gigantes que terminaban por dejar sin aire y sin fuerza al suizo, arrinconado en un golpe defensivo y débil: el revés por encima del codo, un revés condenado de antemano. Ahora, a aquella máquina casi perfecta que era Nadal se le han sumado los datos. Se vio este Roland Garros, se vio en Australia: aparece donde va la pelota medio segundo antes, como si tras almacenar miles de golpes de sus rivales en diferentes circunstancias y de diferentes características, su algoritmo anticipase el juego con un mínimo porcentaje de error. Y eso le ahorra esfuerzo, le quita años, lo mantiene en la cumbre.
No hubo mejor momento para ver la inteligencia instintiva de Nadal, capaz ahora de esconder el golpe o la muñeca durante una eternidad, como en el segundo set, ese momento en el que todos sus adversarios de las finales creen que hay aire si llegan a la superficie. Empezó Ruud mandando, rompiendo el saque del campeón y poniéndose 3-1 con ruidosos latigazos al fondo de la pista que Nadal devolvía con un hilo de vida. Que el set acabase 6-3 a favor del español lo explica un brusco cambio de juego durante el 3-2, cuando tuvo que devolver el break. Nada de golpes ganadores: ritmo pasabolas de crucero contra la línea de fondo, desgaste físico y mental, peloteo para minar la contundencia del noruego, que tuvo que guardar el hacha y sacar la escoba.
Superado el contratiempo, se desató la tempestad. Golpes secos, casi insultos; reveses cruzadísimos, drives sin respuesta contra el espacio vacío. Una superioridad tan abrumadora que, cuando la cámara enfocaba a su entrenador, Carlos Moyá, la escena remitió a los pocos escrúpulos que el mito tuvo con él cuando jugaron en Hamburgo en 2003. Era un niño de 16 años jugando contra su ídolo, exnúmero 1 del mundo y top 5: le ganó en dos sets, le susurró muerto de vergüenza “lo siento” al acabar el partido y su abuela, cuando se puso en contacto con él, le dijo enfadada: “¿Cómo se te ocurre ganarle a Carlos con todo lo que ha hecho por ti?”. Él mismo, en el vestuario, rompió a llorar: “Tío, siento haberle ganado”, le dijo a Toni Nadal. Cuatro años después, en Roland Garros, lo echó del torneo con un rosco.
El tercer set de Nadal contra un chico que le venera (también un 6-0) tiene en el espejo retrovisor las amenazas, siempre cumplidas, del discípulo matando al maestro. Le ocurrirá tarde o temprano con Alcaraz en un Grand Slam. Ocurrirá en alguna parte, también en tierra batida. De momento, lo único seguro es que si Nadal hubiese tenido un hijo la primera vez que ganó en París, el chico podría llevarlo en coche el próximo año a Roland Garros. Y que cuando perdió Wimbledon en 2007 frente a Federer, tras tener al suizo contra las cuerdas, Nadal también lloró en el vestuario, esta vez por perder. Cuentan García Muñiz y Méndez Vega en De Rafael a Nadal (Roca Editorial) que un año después, en Londres, lloró su tío Toni Nadal después del mejor partido de la historia, que acabó cuando ya casi no había luz (“no veía ni con quién estaba jugando”, dijo Federer), en el que Nadal ganó y él, Toni, reconoció que en el fondo de su corazón había llegado a pensar que Wimbledon fuera un sueño imposible. Lo que piensa de sus sueños Rafael Nadal en el fondo del corazón, a estas alturas, ya no lo sabe ni él.
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