En nombre del fútbol, muchas gracias, Pelé
Ver jugar al brasileño era instalarse en el asombro porque repentizaba el juego a una velocidad que era el reflejo del reflejo
Yo le vi reinar
En estos días de fútbol conflictivo donde todos se pelean con todos, Pelé está luchando por su vida y a mí se me está revolviendo la infancia. Con el derecho que me da la admiración, el primer Campeonato del Mundo lo gané con Brasil en 1970. Me fascinó aquel equipo y me rendí a Pelé. Un cuerpo dibujado para jugar al fútbol con fiereza y elegancia, una mirada que envolvía toda la cancha, una técnica exacta y armoniosa, una cabeza competitiva que tenía un mago adentro, un coraje y una astucia barrial, la belleza del conjunto. Se parecía a la perfección porque era imposible imaginarse a alguien que jugara mejor. Algunas cuestiones las ventilaba de memoria, otras requerían de un ingenio de trilero, otras de la inventiva de un genio. Qué ganas de que el plano televisivo lo alcanzara, de que le dieran la pelota, de verlo ejercer su reinado.
Dos genios en la cima
Lo conocí muchos años después, durante el Mundial del 90. Éramos vecinos de habitación y no resistí la tentación de golpearle la puerta para pedirle un autógrafo. En ese Mundial reinaba Maradona. El día de la final, los italianos silbaron el himno argentino y Diego los insultó en todos los idiomas. Después del partido, en una terraza de Vía Venetto, compartí una mesa con amigos futboleros hablando del tema del día. En medio de la discusión, vimos que en las terrazas vecinas había un alboroto que venía hacia nosotros como las olas de los estadios. La gente se levantaba y aplaudía a alguien que avanzaba saludando como los boxeadores cuando ganan una pelea, pero con paso rápido, para que no se lo comieran de admiración. Era Pelé. En un mismo día estuve ante los dos ejemplos supremos de lo dura que es la cima, da igual ser funcional o estar en contra del sistema.
Los reyes no compiten
Más adelante compartimos palco en la despedida del mismo Diego en la cancha de Boca. Diablo en la casa de Dios, pero siempre con una sonrisa. Finalmente, coincidimos en la Convención de una gran empresa en São Paulo. Ya caminaba con dificultad, pero mantenía su frescura mental. Mantuvimos una charla pública en la que yo hice la presentación: “Aquí como nos ven, entre este señor y yo hemos marcado más de 1.300 goles”, dije. Con la capacidad de síntesis que me caracteriza, no me pareció necesario decir que Pelé marcó 1.282. Luego le pregunté, con argentinidad y alevosía: ¿A quién prefieres como enemigo entre Di Stéfano, Maradona o Messi? Respondió de taquito: “Primero pónganse de acuerdo ustedes en quién es el mejor, y luego lo mandan a competir conmigo”. Contaba esas cosas con mucha gracia y jugaba con ventaja: la de saber que los argentinos nunca nos pondríamos de acuerdo.
La belleza
Da igual. A esos niveles es difícil decir quién es el mejor amparándose en cualquier argumento. Hay que comparar tiempos, lugares, equipos, influencias… ¿Cómo pretender tener razón? Lo que sé es que ver jugar a Pelé era instalarse en el asombro porque repentizaba el juego a una velocidad que era el reflejo del reflejo, porque inventaba soluciones originales a problemas complejos, porque emocionaba como solo la belleza sabe hacerlo. Créanme, caben en los dedos de una mano los capaces de elevar al fútbol a la categoría de arte y Pelé fue uno de ellos. Esta semana Messi, ya dedo indiscutible de esa mano, le arrebató la condición de máximo goleador histórico del heroico fútbol sudamericano. Eso no cambia la intención de este artículo, que solo pretende decirle al oído al gran Pelé, mientras pelea por su vida: en nombre del fútbol, muchas gracias.
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