El fútbol en una caldera
Nunca dos partidos de fútbol le deberán tanto al ambiente porque, para el Atlético y el Liverpool, el aliento es el oxígeno que necesitan para exprimir su fútbol
Multitudes que juegan. Simeone avivó el fuego para que el Wanda fuera una caldera. Hubiera sido justo que al día siguiente programara una sesión de baño y masaje para los 70.000 hinchas que se mataron para resistir el 1 a 0. Al final del partido Klopp, impactado por el “ambiente difícil”, declaró: “Les diremos, bienvenidos a Anfield”. La frase me produjo el mismo terror que cuando, en El silencio de los corderos, Hannibal Lecter recibe a Clarice en su celda, peinadito como para una comunión y con un gesto angelical que, sabíamos, escondía a un brutal asesino en serie. Nunca dos partidos de fútbol le deberán tanto al ambiente porque, para el Atlético y el Liverpool, el aliento es el oxígeno que necesitan para exprimir su fútbol. Hinchas atléticos, no se relajen con el baño y el masaje, que en Anfield ya hay 55.000 locos calentando.
Talentos singulares. Al Papu Gómez, jugadorazo del Atalanta, se le subestima por pequeño, se lo admira por inteligente y se lo quiere porque es fácil ver que su juego y sus palabras chorrean amor por el fútbol. Esta semana le dijo a Diego Torres que “con una gambeta se abre un mundo” y tiene más razón que un santo. El talento tiene capacidad de síntesis y el regate expresa ese don como ninguna otra acción. En las antípodas está Erling Haaland, la sensación del momento como máquina de marcar goles. Su altura sube hasta 1,94 y su manera de amagar es tener un cuerpo de gacela, pero la potencia de un búfalo y la mente depredadora de una pantera. Su capacidad de síntesis consiste en pasarle por encima a los rivales hasta que aparece la portería en el horizonte. Excitación que lo vuelve inteligente, preciso y, por lo visto, infalible.
El Valencia tiene un chollo. Esa velocidad cada día tiene más atrevimiento para adornarse con amagues y cambios de ritmo; ese cuerpo, todavía sin terminar, carece de miedo cuando encara para hacer la revolución; esa cabeza, siempre levantada, piensa en cosas dañinas (para sus rivales) cada vez que toca la pelota. Y uno quiere que Ferran tenga la pelota para saber más cosas de ese talento creciente y para que sobreviva la pasión por el fútbol auténtico. Porque el juego, que nos desmoraliza con faltas tácticas, que nos aburre con movimientos sistematizados, que cada día corre más y piensa menos, necesita de rebeldes que reclamen su protagonismo y hagan un atractivo garabato sobre lo que el entrenador dibujó en la pizarra. El fútbol vive de la emoción, pero si somos adictivos es porque los jugadores diferentes nos renuevan el amor por el juego. En España está creciendo uno y se llama Ferran.
Lo que la cancha le advierte a la calle. El fútbol, como juego, tiene la generosidad de admitir a todo el mundo. El fútbol, como fenómeno popular, le gusta a pobres y ricos. El fútbol, como ámbito cultural, tiende puentes con la sociedad. Pero en el fútbol, como en todo territorio pasional, caben la grandeza y la miseria. Y esta semana la miseria nos obligó a preguntarnos: “¿Qué le está pasando a Europa con el racismo?”. Esta vez fue Portugal la sacudida por un episodio odioso sufrido por Marega, jugador del Oporto que, fuera de sí, abandonó el campo por insultos racistas. Ni el árbitro ni los rivales ni siquiera los propios compañeros estuvieron a la altura, seguramente porque están más prevenidos para defender el espectáculo que la dignidad humillada de un colega. Cuidado con el fútbol, porque lo que grita la emoción en el anonimato de la grada, es lo que agita los cerebros de la ciudadanía. Y en cualquier momento el monstruo termina asomando en lugares más “civilizados” que un estadio.
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