Odegaard es Real
No desconfío de la madurez del noruego, pero es mejor jugar 50 partidos con la Real que esperar sentado en el Madrid
Vayan abriendo paso. A Odegaard hay que dejar de mirarlo como una promesa. No hace falta ver más: es un producto terminado. Tiene despliegue, criterio futbolístico, capacidad para clarificar las jugadas con pases filtrados, regate, tiro de media distancia. Un talento múltiple, práctico y atractivo. Cuando digo que no le vendría mal un año más en la Real Sociedad, no lo hago porque descrea de su madurez, sino porque en estos momentos a la plantilla del Madrid le sobran recursos. El contexto no le ofrece garantías para ganarse la titularidad. Cuando la plantilla, por razones de programación y de edad, se despeje de los competidores de gran prestigio que tiene en estos momentos, Odegaard podrá llegar con los honores que merece un crack de su condición. En la espera y con su juventud, mejor jugar 50 partidos con la Real que esperar sentado en el Madrid.
Hazard para regar la flor. Dice Pep Guardiola que “Hazard es bueno hasta decir basta”. Ese es el jugador que perdió el Madrid hace dos meses sin que al equipo se le moviera un pelo. Hoy, los jugadores se sienten igual de orgullosos por los goles que no reciben que por los que marcan. A ese cambio de perfil le deben su liderato. Hubo que agregar músculo (los de Mendy y Valverde son de cemento armado), poner el instinto individual al servicio de la inteligencia colectiva y acentuar la prudencia a costa de perder sentido de la aventura. Pero Hazard está golpeando la puerta y traerá el fútbol expresivo, desequilibrante y contagioso que le caracteriza. El equipo, que cerró la puerta de atrás, encontrará con él variantes para derribar la de adelante y así Zidane completará su obra. El Madrid jugará como nunca y, como los prejuicios mandan, seguiremos diciendo que tiene una flor en el culo.
Fabián. La crisis del Nápoles provocó tal ruido que nos olvidamos de Fabián. Pero esta semana dijo “aquí estoy”, marcándole al Inter un gol maravilloso. Recibió la pelota al borde del área italiana de un equipo de Conte, lo que significa que no había espacios. Como no le conviene pensar con la pelota en los pies, tiró una pared corta. Volvió a recibir encimado por un rival al que dribló hacia atrás y, cuando encontró un pequeño claro, sacó un tiro incómodo que clavó en un ángulo. Por su estilo cadencioso, más que una jugada pareció un lento consejo de abuelo. Alto, con la cabeza levantada, el criterio de un estratega y un campo de acción que va de área a área, transmite tanta tranquilidad y seguridad que, cuando recibe la pelota, al fútbol se le termina la incertidumbre y uno, como aficionado, se relaja. Hasta que su talento pega un grito que te levanta del asiento.
Una limosna, por favor. El superprofesionalismo está tejiendo planes elitistas para un futuro cercano, y nos encandilan tanto sus focos que no me abandona la percepción de que la nueva Copa del Rey no es más que una limosna para románticos. Como el fútbol me apasiona y la de romántico fue siempre una acusación que me sentó bien, acepto la limosna. Porque me recuerda que fútbol es todo: un partido en el recreo; otro, improvisado, en un parque; un desafío contra el barrio de al lado y, ya poniéndonos serios, la admiración al ídolo, el amor al escudo, la hermosa y fanática fantasía de creer que nuestro club, no importa el tamaño, es distinto a todos. Siempre hubo una aristocracia que ocupó las portadas y que ahora mueve, como nunca, la industria. Pero ahí abajo sigue habiendo un tejido de clubes con un enorme poder: el sentimental. La Copa del Rey sacó del escondite el tesoro que explica ese fenómeno social y cultural llamado fútbol.
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