En Roma cambió todo
El primer set contra Djokovic no estuvo muy alejado del mejor tenis que le he visto a Rafael en toda su carrera. Las circunstancias que se han dado a partir de ahí me permiten albergar grandes esperanzas
Casualmente, unos días después de la caída del FC Barcelona en la semifinal de la Champions ante el Liverpool, tuve la oportunidad de conversar con uno de los integrantes de la plantilla. Y ante mis preguntas para entender las razones de la debacle, el futbolista admitió que el segundo gol desató en todos ellos el peor recuerdo: el partido contra la Roma justo un año antes. Y con él, desaparecieron la calma, la seguridad y el orden necesarios para afrontar una eliminatoria de tal importancia. Ni tan siquiera el que sea, probablemente, el mejor jugador de todos los tiempos fue capaz de abstraerse de la situación.
La falta de confianza y la intranquilidad son malos compañeros para los deportistas. Muchas veces un hecho que, en sí mismo, no sale de la normalidad puede desencadenar un efecto dominó del que es complicado liberarse.
Tal vez a Rafael le haya pasado, últimamente, algo parecido. El que probablemente sea, también, el mejor jugador de la historia en pista de tierra se vio afectado por una derrota inesperada ante Fabio Fognini en la semifinal del torneo de Montecarlo. Rafael había llegado a la cita monegasca sin la preparación suficiente para afrontar con serenidad la gira de tierra. Le faltó algo de tiempo después de la baja en Indian Wells, no le salió un buen partido y el contratiempo le pasó factura en los siguientes dos torneos.
Es cierto que su nivel mejoró algo en el Conde de Godó, pero no lo suficiente para resistir a un inspirado Dominic Thiem en el partido de semifinales. Llegó a Madrid sabiendo que no había doblegado a ningún rival de peso, algo falto aún de nivel para afrontar a los grandes contrincantes, con la circunstancia de la altura (que siempre le ha ido algo en contra) y con esas dudas, aún no del todo arrinconadas. Cayó ante Stefanos Tsitsipas y sumó, así, tres torneos consecutivos sin levantar el trofeo en los que han sido, prácticamente, sus dominios en los últimos catorce años.
El mismo leve empujón, como el de esa pieza de dominó que hace caer todas las demás, propició un encadenamiento de victorias contundentes, de cierta confianza que va recuperando su terreno, de la tranquilidad que se va recobrando y del ansia necesaria que le permitió afrontar la final contra Novak Djokovic de la manera en que lo hizo: con un juego de altísimo nivel. El primer set no estuvo muy alejado del mejor tenis que le he visto en toda su carrera deportiva. La táctica de todo el partido fue muy inteligente, combinando golpes profundos y potentes con bolas altas que consiguieron desorientar y frustrar, por momentos, al tenista serbio.
Si la derrota en Montecarlo tuvo consecuencias en los siguientes dos torneos, bien podría la victoria en Roma, no solo por la importancia del torneo en sí, sino también por la entidad de sus rivales, actuar a la inversa y tener consecuencias positivas en el Grand Slam decisivo de la temporada. Las circunstancias que se han dado en esta última semana de competición me permiten albergar, desde luego, grandes esperanzas.
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