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TENIS | OPEN DE AUSTRALIA
Columna
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Una distancia engañosa

Pienso que el resultado de la final dio la sensación de una diferencia más amplia de la que, en realidad, hay. Djokovic rozó la perfección y Rafael estuvo menos acertado que durante el resto del torneo

Toni Nadal
Djokovic y Nadal, durante la ceremonia final en Melbourne.
Djokovic y Nadal, durante la ceremonia final en Melbourne.KIM KYUNG-HOON (REUTERS)

No se puede hacer ninguna objeción al juego de Novak Djokovic en la final de ayer. Corresponde, más bien, darle la enhorabuena por un nivel de tenis difícilmente superable. Las virtudes del juego del serbio, sobre todo en esta superficie, admiten poco margen de mejora. Esta queda prácticamente descartada cuando se alcanza el nivel de inspiración que desplegó en el encuentro de ayer.

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Ya desde el principio vimos a un contrincante dispuesto a atacar y a jugar a una alta velocidad. Es cierto que los golpes de Rafael no estuvieron tan certeros como en días anteriores, pero también lo es que cada intento era correspondido con un impacto aún mejor. En muchas ocasiones, un buen ataque de mi sobrino servía de alimento para una devolución ganadora del serbio. No sé si hay táctica posible ante un rival tan inspirado.

En cierta ocasión en que Johan Cruyff aleccionaba a sus jugadores, les dijo lo siguiente: “Lo mejor que hace este jugador es desmarcarse, por consiguiente, lo que no tenéis que hacer es marcarlo”.

Tal vez hubiera convenido jugar más por el centro e intentar un juego más correoso, con intercambios más largos. Y no sé si esto hubiera sido posible ni, tampoco, si hubiera sido suficiente. Un jugador puede ganar a otro haciendo el mismo tipo de juego pero un poco mejor, o aplicando una táctica diferente a la del rival. De todos modos, a inicios de año se tomó la decisión totalmente acertada de que Rafael acortara los intercambios en sus partidos y lo consecuente era ser fiel a este principio. El resto son quinielas que todos hacemos el lunes, y el lunes todos solemos acertar.

Un Djokovic excelso no admite titubeos. Y ayer mi sobrino no fue capaz de hacerle frente, cosa que solo hubiera sido posible sacando a la Rod Laver Arena su mejor versión. Solo en este caso hubiéramos podido ver ese partido épico que, yo por lo menos, esperaba y deseaba.

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Rafael ha jugado todo el torneo a un nivel muy bueno. Los contundentes resultados en todos sus enfrentamientos han sido buena prueba de ello. Ha hecho más daño con su servicio, ha sido letal con su derecha, ha jugado con decisión y con gran rapidez. Ha conseguido llegar a la final pasando menos tiempo en la pista que en otras ocasiones, cosa que para él es realmente importante. Pienso que el resultado de la final dio la sensación de una distancia más amplia de la que, en realidad, hay. Djokovic rozó la perfección y Rafael estuvo menos acertado que en el resto del torneo.

Ya sé que no es de buen gusto verter alabanzas sobre un familiar, pero me gustaría explicar lo que les recalqué ayer domingo por la tarde, a escasas horas de haber terminado el partido, a los chicos que entrené en la Academia de Rafael. Ni tan siquiera cuando fue avanzando el tercer set y se le puso todo muy cuesta arriba, vimos en mi sobrino muestras de frustración o de abandono. Ningún mal gesto, ninguna queja, ninguna mirada reprobatoria a su box. Luchó hasta el último punto como le corresponde hacer a una persona agradecida a la vida y a su suerte. Dio la mano y la enhorabuena a su rival, y aceptó su derrota con resignación.

No es tan común, hoy en día, ver esa mezcla de entrega y comportamiento; no solo en el ambiente formativo, sino incluso en el mundo profesional. Dentro de la normal decepción que sentí ayer, confieso mi satisfacción de tío. Y reitero mis disculpas.

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