La bestia escondida
Cuando se trata de fútbol, los uruguayos se rasgan el esmoquin; Luis Suárez persigue la pelota como un rottweiler
El sábado, frente a Portugal, Edinson Cavani se lesionó. Un solícito Cristiano Ronaldo lo abrazó y lo ayudó a salir de la cancha. El mundo destacó ese ejemplo de fair play, el gesto noble de un rival respetuoso. Pero todo era mentira. Cavani quería demorar el partido, para enfriar a su rival. Y pensaba cojear durante hooooooras. Cristiano no lo estaba ayudando. Lo estaba empujando, por pura desesperación.
En todo lo demás, Uruguay es el único país civilizado de América Latina. Ahí resuelven sus diferencias votando, como suizos. Aprueban vanguardistas leyes de género. Legalizan la marihuana. Confían en la humanidad. Fueron así desde la independencia de España. Mientras las colonias se desangraban entre revueltas y golpes de Estado, Uruguay fue idea de un diplomático inglés: Lord Ponsonby. Por lo visto. Brasil y Argentina no paraban de pelearse, y el Lord propuso crear un país en medio de esos dos matones, para no sentarlos juntos en la clase. Le salió un lugar tan discreto y silencioso que ni nombre tiene: República Oriental del Uruguay significa simplemente: el territorio al Este del río Uruguay.
Pero cuando se trata de fútbol, los uruguayos se rasgan el esmoquin. Yo los comprendo: intente usted ser un país de tres millones y medio de habitantes —lo que en São Paulo se llaman “un barrio”— y vivir justo entre Brasil y Argentina. Entre Pelé y Maradona. Entre Neymar y Messi. Entre el exceso y el exabrupto. Agotador, sin duda.
Así y todo, el pequeño país se ha llevado más copas América que sus vecinos. ¿Cuál es su secreto? Desquiciar al rival. La bestia que llevan escondida bajo su camuflaje de césped inglés se despierta en la cancha, y ataca con zarpazos de gato panza arriba. Uruguay es el Hannibal Lecter del fútbol, ese elegante profesor que escucha Beethoven pero se come tus intestinos. O quizá el Hulk, un frío científico que de improviso revienta el pantalón y se pone verde.
Así se plantó ante los portugueses (o debo decir, ante Cristiano Ronaldo y esos otros 10 que le lustran los zapatos y le pasan las llamadas). En realidad, no les jugó: los enloqueció. Cerró cada centímetro. Ganó tiempo con pases interminables. Demoró las faltas. Y después de agobiarlos, les marcó dos golazos.
Luis Suárez es el hombre perfecto para el trabajo. Persigue la pelota como un rottweiler. Y si eso no basta, se arroja al suelo retorciéndose de dolor, y uno le cree (no sé si ganará el Balón de oro, pero el Oscar, seguro). Y si ni siquiera eso es suficiente, evita un gol con la mano, envía ondas sónicas al hipotálamo de la defensa, le enseña al portero fotos de su esposa en la cama con otro hombre... Por lo menos, ya no muerde.
La selección celeste no se distingue por su sutileza. Pero está dispuesta a todo. Llámelo usted ansia. O garra. Yo solo puedo decirles a los franceses que, si un jugador uruguayo viniese hacia mí, yo correría para el otro lado.
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